El árbol del sicomoro

Aún no se había abierto la puerta del templo, pero el pequeño pie tamborileaba nervioso sobre los adoquines. A su alrededor todo parecía mágico: el azul del cielo, el brillante verde de las hojas de los árboles, los llamativos globos, el bullicio… Todo era nuevo y, a la vez, conocido. Había recreado aquel momento cientos de veces en su habitación cuando con una caja de zapatos que había salvado de la basura y algunos muñecos, jugaba. Saltos bajo la tabla de la plancha en peligrosas levantás que no acababan en aplausos, pero sí en regaños de su madre; lápices que tamborileaban sobre las mesas con compases que acababan siempre con un “ ¿quieres dejar de hacer ruidito?”… pero aquello… aquello era mucho mejor de lo que había imaginado… aquel cosquilleo que le recorría la barriga como lo hacían sus gusanos de seda sobre las hojas de morera le hizo saber que aquello era una parte de ella misma.

El ruido de la vieja y pesada madera del portalón la sorprendió. A lo lejos, acercándose por alguna de las calles que desembocaban en la plaza, se presentía el rumor de las cornetas y los tambores.

Con un insistente tirar de pernil al pantalón de su padre le pidió que la subiera a sus hombros. No quería perderse ni un solo detalle más de lo que pasaba. Todo estaba ocurriendo allí mismo, a su lado, pero se lo estaba perdiendo porque no podía ver nada desde su pequeña estatura. Rodeada de personas mucho más altas que ella, sentía que su corazón se iba rompiendo con cada nuevo sonido que le llegaba. Insistió un poco más después de que su padre se hiciera el loco, pero solo consiguió la promesa de que la subiría cuando llegara hasta ellos el paso.

Entre las ramas de los naranjos adivinó la silueta puntiaguda de los nazarenos blancos. Había alguno negro, ¿no iban todos igual? El abuelo, que la observaba divertido, le chivó en el oído que aquellos otros eran los mayores, del Amor, pero que iban enseñando a los niños que acompañaban a la borriquita. El abuelo le guiñó un ojo y en los suyos se dibujaron mil preguntas que tendrían que esperar a que estuvieran los dos solos en el parque, como cada sábado.

Sus nervios crecían con cada paso que daban los nazarenos. Estaba demasiado lejos. Le había pedido a su madre que la dejara acercarse a la primera fila aunque sabía que no la iba a dejar, había mucha gente y acabaría perdiéndose. Insistió… insistió… la impaciencia se la comía. Entonces lo vio.

En mitad de la plaza, sentado en un lugar privilegiado, estaba un señor gris, ¿quién sería? Se quitó la pregunta con una breve sacudida de cabeza, ya habría tiempo de preguntarle al abuelo por aquella estatua, ahora tenía que poner en práctica el plan que su mente había planeado. Sonrió satisfecha de sí misma, no había tiempo que perder.

Observó que su familia seguía parloteando sin prestarle demasiada atención y, con rapidez, se escabulló entre la gente. Llegó al pasillo central cuando ya la cruz de guía había entrado en la calle y la plaza era un río de nazarenos blancos con la cruz de Santiago en el pecho. Cruzó las dos filas y aún tuvo unos segundos para coger la estampa con el rostro del Señor que le tendió un pequeño con el antifaz recogido sobre la cabeza y un canasto de mimbre en la mano. Miró de reojo mientras sonreía al niño que le había hecho el regalo, tenía que darse prisa, el paso había enfilado ya el dintel de la puerta y ahora le quedaba lo más difícil.

Miró la estatua desde abajo. Algunas personas se habían subido al escalón, pero ella no se iba a contentar con eso. Decidida intentó trepar por las protuberancias que adornaban la base, pero eran demasiado pequeñas incluso para sus diminutos pies. Lo intentó varias veces más con el mismo resultado. En ese momento sintió miedo, el paso estaba a pocos metros y ella no podía subir, pero tampoco volver.

Las lágrimas asomaron a sus ojillos cuando sintió unas manos agarrarla por la cintura y elevarla sobre el mar de cabezas hasta sentarla junto a los pies de la estatua. No tuvo tiempo de ver a su salvador, el paso estaba frente a ella. Se recreó en cada detalle. En las palmas que llevaban las figuras; en la palmera que se bamboleaba al andar; en el pequeño burrito; y, por fin, sus ojos se detuvieron en la sutil sonrisa del Señor.

Durante aquellos instantes sintió que el tiempo se había detenido. Un suspiro entrecortado salió de su pecho mientras el paso avanzaba y oyó una voz que le decía “Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa».

A sus pies, la sonrisa y los brazos del abuelo la esperaban para ayudarla a bajar.

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