Una foto, un vestido con delfines azules y un chino en el zapato

Desplumando la librería de mis padres se ha caído al suelo una fotografía antigua. Mi cintura se ha resentido al agacharme a recogerla, pero el esfuerzo titánico ha merecido la pena.

El momento en el que se tomó la imagen lo tengo grabado a fuego. La protagonista soy yo con tres o quizá cuatro años. Los rizos a lo loco recogidos en una cola medio deshecha; un semblante serio, con la boca y el ceño fruncidos; sin mirar a la cámara, dirigiendo la vista con indiferencia hacia la derecha; el vestido blanco con delfines azules, el único que ha cosido mi madre en su vida y que puede que estuviera estrenando ese día; y de fondo, árboles verdes y chorros de agua de una fuente.

Puedo sentir el calorcito del sol de primavera en la cara. Habíamos ido al parque como cada sábado, pero, contra todo pronóstico, no íbamos solos papá y yo sino que nos acompañaba mamá. Puede que fuera por eso por lo que llevábamos la cámara de fotos, porque papá no carga con chismes por voluntad propia.

Ya habíamos visto el Cocherito Lerén en la Plaza de España y le habíamos dado los gusanitos a los patos, tirado el pan duro a la papelera y yo me había comido los altramuces que mi padre compraba en un carro de hierro verde que vendía chucherías y los chochos en vasitos llenos de agua salada. Ya sólo quedaba volver paseando hasta la otra punta del parque y poner rumbo a casa.

No sé qué musa inspiró a mi padre en mitad del paseo ni qué diablillo quiso jugar conmigo, pero casi a la vez que yo anunciaba la incómoda presencia de un chino en mi zapato, mi padre tuvo la feliz idea de hacerme una foto.

En otro momento de mi vida es posible que me hubiera quitado corriendo el zapato, lo habría golpeado en el suelo para que saliera la piedra malaje y eso habría sido todo. Pero en ese momento, mis pies lucían unas robustas a la par que elegantes botitas ortopédicas, tan feas como difíciles de abrochar para una niña de mi edad, así que antes de desplegar mis dotes de modelo de revista, pedí que me sacaran la piedra, que pinchaba y que a pie quieto se clavaba más.

Mi padre me dijo que me esperara a que echara la foto, que solo iba a ser un momento. Y era verdad que sería sólo un momento, porque el aprendiz de Daguerre que tengo por progenitor se limitaba a apretar el botón sin mucha ciencia más, pero a esa edad la paciencia no era mi mayor virtud, tampoco lo era la prudencia.

Una ciclogénesis explosiva se formó sobre nuestras cabezas en un ir y venir de “estáte quieta” y “sácame la piedra primero” mientras mi madre, en silencio y con la cara desencajada, miraba a dos cabezones en acción como quien ve un partido de tenis.

Fueron diez minutos de reloj, o tal vez quince, con este ir y venir. Ha habido negociaciones colectivas de mineros del carbón con menos tensión que en aquellos minutos que a mi madre se le hicieron eternos. Diez minutos que se zanjaron con mi padre colocándome a la fuerza delante de la fuente; yo girando la cabeza con dignidad; y mamá tapándose la cara con la mano antes de reaccionar, quitarme el zapato y sacudirlo.

Diez minutos, una foto y toda la vida discutiendo porque mi padre sigue diciendo que no había piedra, y yo me mantengo como Don Mendo.

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