María y cierra Sevilla

Dejó la cucharilla sobre el plato antes de que el temblor de sus manos acabara por derramar todo el líquido sobre la barra en la que estaba acodado. Quizás debería haber elegido una tila, pero nunca le gustaron las infusiones, así que ahora estaba frente a una taza de café humeante —algún día alguien debería encargarse de esos camareros que, ante la petición de un café templado, servían lava—, preguntándose cómo había acabado metido en aquel marrón mientras mataba el tiempo jugueteando con una estampa entre sus dedos como habría hecho con un naipe en sus actuaciones de magia. Cualquiera que se fijara en él podría haber dicho que se trataba de un tahúr a la vieja usanza, de los de timbas clandestinas en tugurios de mala muerte cuando la noche cae y se dan cita lo más selecto del hampa. Pero no, su trabajo era mucho menos poético y peligroso, tan solo era un prestidigitador, alguien que hacía desaparecer objetos ante la ilusa mirada del público.

Detuvo la carta entre sus dedos índice y corazón valorando hasta donde había llegado por culpa de aquella insignificante cartulina… con la que estaba cayendo y él había firmado su propia sentencia de muerte.

Apenas unos meses antes el mar había llegado a Salamanca y Sevilla se había convertido en un reino, algo que nadie vio venir, pero de lo que todos tenían su parte de culpa. El siglo XXI apenas había superado su primer cuarto, aunque la ciudad llevaba ya décadas sumida en una espiral de decadente autocomplacencia. Puede que la ciudad hubiera sobrevivido a guerras y a epidemias casi sin secuelas, pero no había podido con ella misma y se había sumido en una contienda fratricida con medios de comunicación y redes sociales como trincheras donde gratuitamente se abría fuego contra todo y contra todos. Opinar se había vuelto el mayor pecado, capaz de llevar al osado al más cruel ostracismo —el que se fue a Sevilla, perdió su silla y el que se fue de la lengua, también—. El gran hermano se había acomodado en los balcones que antes se cuajaban de clavellinas y geranios. Nadie conocía a nadie. Nadie estaba a salvo de nadie. Vivir se había reducido a deambular por la escenografía que en otros tiempos estuvo llena de vida y, sin embargo, solo era un espejismo al alcance del turista. Ni siquiera la cerveza se había salvado de la caída, las cañas al sol fueron destronadas por las bebidas de soja.

Aquella tarde una estampa había volado hasta sus pies arrastrada por una desagradable ráfaga de aire que le desordenó el pelo y le golpeó la cara con fuerza. Al principio creyó ver un naipe con un rey de espadas y le pareció una señal. Quizás por eso intentó agarrarla, aunque ella tuviera otros planes mucho más juguetones y se elevó nuevamente al compás que marcaba el viento. Una, dos, tres… hasta siete veces se repitió la jugada. Cuando la estampa por fin se cansó, detuvo su vuelo contra la reja que en otros tiempos guardó el corazón de la Esperanza y que ahora estaba adornada de colgaduras y banderolas para la Coronación, ¿cuándo aquella palabra había dejado de ser un símbolo de alegría para convertirse en el nuevo yugo que caería sobre la ciudad en apenas unos días?

Observó la fotografía que tenía entre sus manos, el rey de espadas había dado paso a una imagen de la Virgen. Cogió el naipe antes de que volviera a escaparse. Parecía una estampa antigua, de esas que coleccionaba en su niñez cuando iba a ver Hermandades con sus amigos del barrio, en su reverso, una dirección y una fecha llamaron su atención.

«Malpartida. Jueves 25 de enero a las 19.45».

Miró el reloj de su teléfono. Era jueves. Era veinticinco de enero. Y eran casi las ocho menos cuarto. La curiosidad se adueñó de él y sus pasos bordearon la reja con rumbo a la calle que indicaba la estampa.

Su mente buscó un recuerdo para no detenerse a pensar en la insensatez que estaba cometiendo. Sin mucho esfuerzo se dibujó en su cabeza la última vez que la encontró abierta la reja de la basílica, tan diferente a como la había visto hoy, estaba tan lejos de aquellas mañanas de primavera en las que las aguas del mar de la Resolana se abrían para que pasara Ella. No, la Semana Santa tampoco sobrevivió. La intimidad que le impusieron la fue alejando de la calle y la acabó guardando en un cajón en el que ni siquiera cabían recuerdos. Las Hermandades hacía ya algún tiempo que habían pasado a formar parte de un reality donde los jueces —que se alternaban anualmente entre bordadasfan y seguidores del rito contunicalisaparecequeanda— sólo podían quedarse con una, que sería la que hiciera estación de penitencia mientras el resto quedaban condenadas a ser una atracción más en el parque temático de la ciudad. Miles de carteles ya anunciaban la final de este año, entre una hermandad de capa y una hermandad de largos apellidos compuestos.

La calle estaba desierta y mal iluminada. Volvió a mirar la dirección escrita en la estampa para comprobar que no había ningún número anotado. Un pequeño momento de lucidez le hizo girar sus pasos para volver a sus planes, pero una mano tiró de él hacia el interior de una casa.

-Llegas tarde, llevamos un rato esperándote.- Miró el reloj, había tardado más de la cuenta.

El desconocido lo guió hasta una sala donde un grupo de personas esperaban sentadas alrededor de una larga mesa. Sin decir ni una sola palabra ocupó la silla que le estaban indicando y esperó a que alguien le explicara que era todo aquello.

-Bien, ahora que ya estamos todos, podemos empezar… -El desconocido que le había llevado hasta allí tomó la palabra, parecía ser el director de aquella reunión-. Ha llegado el momento de actuar, apenas quedan unos días para la coronación del rey y es nuestro deber impedir el sacrilegio que pretende cometer.

Gestos afirmativos acompañaron estas últimas palabras, ¿era el único en toda la estancia que no sabía de que estaban hablando? Sí, Sevilla había declarado su independencia y, como por arte de magia, un odioso plumilla de la ciudad había presentado unos papeles que demostraban su condición de heredero al trono de la ciudad, pero ¿sacrilegio? Ya nada quedaba de la Iglesia, todo había pasado a manos de la nueva casa real.

-Ya lo hicieron nuestros bisabuelos una vez, ahora nos toca a nosotros. Nos guste o no somos los únicos que podemos hacer esto. 

Comenzó a sentir miedo. Su corazón se aceleró tanto que no era capaz de escuchar lo que decían a su alrededor, tan solo oían el galopar desbocado de su corazón. Fijó la vista en los desconchones de la pared y contó mentalmente hasta que consiguió calmarse.

-Tú, mago, eres el elegido -El cabecilla había dejado de hablar y lo señalaba con el dedo.

-Perdón… el elegido… ¿yo?… ¿para qué? -Su tono de voz sonó demasiado lastimero, la decepción comenzó a dibujarse en los ojos de los presentes. La mano del desconocido se colocó sobre su hombro con cierta condescendencia o tal vez eso le pareció a él.

Aún no era capaz de entender cómo se dejó convencer para esta locura. Miró el reloj y dio un sorbo al café que por fin se había enfriado lo suficiente. Quizás estaba a tiempo de huir, aquello no iba a salir bien. Dejó sobre el mostrador unas monedas y salió a la calle. Algo golpeó su cara, movido por el desagradable viento que también le acompañaba esta tarde. Lo cogió entre sus manos sorprendido. La Virgen, una mujer escondida dentro de un cajón con su cabello despojado de su divinidad y rodeado tan solo de un pañuelo banco… conocía de sobra aquella fotografía, durante años estuvo en casa. Guardó la estampa en el bolsillo.

-Tengo que hacer desaparecer el manto y la corona de la Virgen, impediremos esa coronación y defenderemos la Realeza de María por encima de nuestras propias vidas. Ella, coronada de estrellas y vestida de sol… -Pronunció las palabras que había escuchado en la calle Malpartida aquella tarde.

Había llegado el momento. ¡María y cierra Sevilla!  

(Texto publicado por primera vez en el número 5 de la Revista Nazarenos en febrero 2022).

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