Nos vestimos y salimos

¿No os parece que el mejor momento para pasear por la ciudad es por la noche? A mí sí. A esas horas en las que la gente duerme es cuando la encuentro más bella. Disfruto de sus calles con la culpabilidad de los placeres prohibidos, con el remordimiento de hacer algo que sé que está mal, pero que no puedo evitar.

En el silencio de la madrugada ni siquiera se oyen mis pasos y eso me hace sentir como un ninja de película. Sólo suena el susurro del aire rozando los adoquines, un aire que viene cargado de aromas de dama de noche y jazmín que se han desatado, como locos, con la rociada que cae. Ese olor a tierra húmeda, ¿cómo le decían? ¿petricor, puede ser? Bueno, da igual cómo se llame, es ese olor que me invadía en las tardes de verano que descargaban sus chaparrones sobre la tierra reseca y que daba vida a la yerbabuena del patio.

A esas horas la luz de las farolas recorta sombras sobre las paredes encaladas y con sus claroscuros me descubren rincones en los que nunca me había fijado a la luz del día. Echo de menos que la luz sea dorada, ahora con los leds todo es demasiado blanco, demasiado aséptico, como si me colara en un quirófano. Pero antes, la luz dorada le daba a la ciudad un aire aristocrático, como un decorado del Rey Sol.

Disfruto de la soledad quizá porque me permite dejar salir los pensamientos de la sesera y que vuelen, que se enreden en los balcones. Siento que las ideas me abandonan y me dejan la cabeza hueca para el resto del día.
Antes de que amanezca y el sol cambie la ciudad, vuelvo a mi cuchitril. Antes de dormir, echo un último vistazo y veo como despierta la vida de los demás y como muere la mía. Me acurruco en mi lecho con la satisfacción de haber hecho de nuevo lo que me da la gana sin que nadie haya puesto el grito en el cielo. Me duermo con la felicidad de volver a ser libre.

Es tal el placer que me producen estas excursiones que he pensado que sería buena idea invitar a mi vecina Mari Carmen para que me acompañe en la próxima así que, antes de entrar en casa, he llamado a su puerta. Mari Carmen ha abierto como quien mueve una pesada lápida y ha aparecido en el umbral despeinada y jadeante. Cualquier diría que la he despertado de un sueño eterno.

A Mari Carmen no le ha gustado mi proposición y ha perdido el oremus. Con cara de pocos amigos me ha chillado que si estaba loco, que ella era una mujer decente y que a ver qué iban a pensar sus hijos. No he logrado convencerla y me ha dado con la puerta en las narices. Me he metido en casa apesadumbrado, quizás este vacío que siento entre la cuarta y la quinta costilla es lo que la gente siente cuando le rompen el corazón.

No tengo tiempo para lamentarme más. Mañana, cuando el reloj de la entrada vuelva a cantar sus doce campanadas, me lanzaré a la ciudad y olvidaré a Mari Carmen. Hoy, por el momento, será mejor meterme en el nicho y cerrar la lápida no vaya a ser que pase como la última vez que el enterrador la vio a medio abrir, la selló con cemento del bueno y me pasé tantos meses para volver a abrirla que me hice polvo las falanges.

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