He lanzado el lápiz contra la pared, necesito descargar esta frustración y los ladrillos me han resultado la mejor opción. Soy incapaz de acabar la historia en la que trabajo, se me ha atascado en algún punto entre el cerebro y la mano.
Estoy cansada. El calendario dice que es dieciocho de enero, pero mi cuerpo siente que es el día trescientos desde Año Nuevo. Las horas pasan lentas cuando las cosas no salen.
Tengo frío. He pensado que era por los tres grados que marca el termómetro o por las ventanas viejas. Pero no, no es eso. Llevo demasiado tiempo engañándome y es hora de reconocer que soy un fraude.
¿Cuándo me pareció brillante esta absurda idea de ser escritora? Ganar un par de concursos de relatos y la propuesta para publicar mi primera novela me ha cegado. Ya me veía en cientos de librerías firmando ejemplares, en presentaciones y fiestas tomando copas de vino, en la inauguración de la biblioteca de mi pueblo a la que pondrían mi nombre, entrevistas en los medios…
Abrir los ojos ha sido lo más fácil.
Las horas frente al ordenador no son glamurosas y solo he conseguido tener presbicia y unas gafas horribles, pero baratas. Los mensajes de la editora se acumulaban en la bandeja de entrada así que le he contestado antes de que ella me desenmascare. Soy una embustera y llevo meses engañándola, ni tengo talento ni sé escribir.
El lápiz sigue en el suelo, ya lo recogeré, no me hace falta. Ahora solo necesito un café y un buen libro para sentirme en paz. He apagado el móvil, hay ruido en mi cabeza, mucho, mucho ruido, así que lo mejor será alejarme de él y seguir con mi plan de leer.
Tomo un sorbo del café y dejo que los ojos se deslicen hasta el punto en el que lo dejé ayer. Siento un cosquilleo cuando vuelvo a meterme en la historia. A medida que avanzo entre las palabras, el ruido se apaga, he pulsado el interruptor correcto. Me muevo serpenteando entre las líneas y salto de párrafo a párrafo como de niña saltaba sobre los charcos.
Un giro repentino me eriza la piel. Tiro el libro al sofá y apuro el café. Recojo el lápiz y lo dejo que se mueva sobre el cuaderno a un ritmo frenético.
Cuando por fin dibuja el último punto en el papel, he perdido la noción del tiempo. La luz del atardecer entra por la ventana y me descoloca. ¿Qué hora es? ¿Cuánto llevo escribiendo?
Enciendo el móvil, no hay señal de la editora. Le escribo con la buena nueva. Me he desbloqueado.
Me siento extraña. El móvil suena, tengo un nuevo correo electrónico. La editora, ahora sí. No ha escrito mucho, solo dos o tres frases. “Si hubiera echado cuenta a cada escritor que me ha dicho que era un impostor, viviría de cultivar patatas”.
Ah, el síndrome del impostor, que porculero es.:)
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