Nunca le había preocupado lo que ella sentía. Nunca hasta ahora, que se había marchado. Sintió la necesidad de saber qué pasaba por su mente cuando cogió su pequeña maleta y se fue.
Abrió de par en par su armario, aquel que guardaba todos sus secretos además de su ropa y un olor a lavanda llenó la habitación que tantas noches había olido a guerra de sábanas. Eligió prendas al azar, como aquel sujetador que tantas veces había desabrochado pero del que no sabía el tacto que tenía en la piel o aquellas medias que tanta sensualidad le habían transmitido pero de las que desconocía el calor.
Se vistió con mimo, como lo hacía ella y esparció sobre su piel aquel perfume que embriagaba sus sentidos pero del que no sabía el frescor. Su piel era la de ella, la que tantas veces rozó pero a la que no sintió como suya.
Caminó lento hacia el espejo, cadencioso como tantas veces le vio hacer cuando abandonaba la cama, cuando la imaginaba presumida, necesitada de ver su reflejo y sentirse bella. Se miró, como lo hacía ella, de espaldas a él y las lágrimas recorrieron su rostro con sorpresa.
Sintió como nunca antes y comprendió la grandeza de la palabra amor que tantas veces había ignorado. Limpió sus ojos con el dorso de la mano y volvió a mirar al espejo de sus respuestas, al de los sentimientos de ella que nunca había querido comprender: se había marchado, para no volver y no se había llevado nada de él, ni siquiera un recuerdo amargo.