Permiso para vivir

La luna baña las piedras de la vieja ciudad. El eco de la música y el gentío resuena entre callejones a los que llega el olor del mar y el alcohol. La plateada luz juega con la oscuridad dejándome actuar bajo su cobijo y con su connivencia.
Tu espalda reposa sobre mi pecho. Tu cálido aliento cae sobre la palma de mi mano que evita que de tu garganta salga ningún grito; sólo leves gemidos acompañan el silencio que la noche imprime. A través de telas y piel siento el ritmo frenético de tu corazón, desbocado, dispuesto a salirse de tu pecho facilitándome la labor que me han encomendado.
Tu respiración agitada excita mis sentidos. Es noche de caza, siento el rumor de los dioses pidiéndome tu alma que, entre mis garras, reposa como un pajarillo que espera que lo liberen del sedal. Siento el olor ferroso de la sangre que empieza a salir de tu pecho mientras sobre mi mano ya reposa tu corazón, aún latente.
Tu cuerpo cae pesado al suelo. Miro mi obra y elijo la pieza que formará parte de mi colección. ¿Quizás un dedo? ¿Tal vez tu oreja? ¿O podría ser el pelo que cae en bucles sobre tu rostro? Lo retiro y observo tu cara por última vez. Nunca hay remordimiento, no en mi, admiro mi maestra obra para retenerla en mi retina hasta que la última luna de febrero vuelva a llamarme. En el eco de la noche resuena mi risa recordando cómo pedías clemencia, me pides permiso para vivir…pobre infeliz, yo tengo libertad para matar.

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