Cobijados de la lluvia de papelillos bajo su paraguas, los dos niños avanzaron por las callejas guiados por el eco de las coplas que los romanceros desgranaban más allá de la Plaza del Mentidero.
Cada año, con el sonido del punteo de las guitarras sobre las plateas, los pequeños despertaban de su encierro y dejaban que, como un credo eternamente repetido, el Carnaval les devolviera la vida por unas horas.
Aquel día mágico, de nuevo, el cruel hechizo de Doña Cuaresma le dio una tregua a los querubines que, castigados sin sus alas, pasearon sus cuerpos color terracota por la tentación, hecha ciudad, que los condenó al destierro.
Acurrucados bajo el paraguas, se llenaron de penas cantadas, de alegría dibujada en coloretes, de la paz de un pueblo que flota sobre el yugo de la eterna rueca de la vida. A punto de tocar las doce, antes de volver al parque, los pequeñuelos remojaron sus pies en las aguas marinas y calmas que bañaban la Caleta bajo la atenta mirada de la luna.
El reloj marcó inmisericorde la medianoche cuando los niños volvieron a la fuente. Con una sonrisa en los labios, esperarían una nueva luna de Carnaval.
Relato participante en el Certamen de Microrrelatos de Aguas de Cádiz «Los niños del paraguas».