La hoja de acero inoxidable volaba sobre las hojas de espinaca que había comprado aquella misma mañana en el mercado. Encima de la encimera, una hoja cuadriculada y amarillenta por los años, le mostraba la receta con la que adquirió fama mundial en los fogones.
No era feliz. Cocinar ya no era su pasión, era su esclavitud.
Dejó el cuchillo sobre la tabla y abrió la pesada hoja de aquella faca heredada de su abuelo. Aquella que, según le contó de niño, había pertenecido a un sanguinario bandolero, pero que, años después, había descubierto que el abuelo la compró en Albacete durante su viaje de novios.
Todo era mentira. Él mismo era una gran farsa.
Se la clavó sin piedad. Su cuerpo cayó abandonado sobre el aséptico suelo mientras el viento que entraba por el ventanal, jugueteaba con la desgastada hoja de papel hasta hacerla posarse sobre su sangre.
Ahora nadie podría decir que el plato final no había sido intenso.
¡Ostras, Bea! Desde luego que fue intenso ese plato. Has reflejado muy bien la percepción de su propia vida, la desesperanza que puede embargar a quien decide terminar con su propia vida. Un abrazo!
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¡Muchas gracias, David! Un abrazo.
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Esos impulsos suicidas son los que siento al trocear cebolla.
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Sin duda la cebolla es lo peor 😉
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Muy buena descripción. Ágil y completa! Un abrazo! 🙂
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Gracias, Ale. Un abrazo.
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