Muchos recordaremos aquella película noventera —traducida al castellano como “Algunos hombres buenos”— en la que dos abogados tienen que defender a unos marines de la acusación de haber matado a un compañero mientras que los acusados sostienen que, simplemente, cumplieron ordenes de su superior (un coronel repulsivo interpretado por Jack Nicholson) para dar un castigo ejemplar al fallecido por haber vulnerado, según las férreas convicciones del cuerpo militar americano, el código de honor. La defensa (un desesperado Tom Cruise y una perdida Demi Moore) solo encuentra trabas a su trabajo por parte de quien más ejemplo y apoyo debería dar, el coronel. Y así, un puñado de hombre buenos, no se plantea la moralidad de sus acciones puesto que no son propias, sino que son ordenes verticales, desde la cabeza de la institución hasta la base de la pirámide. No hay más.
El cine, la literatura… el arte en general son un magnífico caldo de cultivo para la reflexión y, para sorpresa de muchos, las conclusiones a las que podemos llegar a través de él se aplican a la práctica totalidad de nuestras vidas. Quizás por eso la cultura esté cada vez más atacada. Alguien le teme.
Un puñado de hombres buenos como los que pueblan nuestras hermandades. Un puñado de hombres buenos que manejan los hilos de la Semana Santa como si se tratara de una realidad paralela, una especie de “metaverso”, un término tan de moda ahora. Un mundo, una realidad donde “ojos que no ven…” y donde, por supuesto,“de lo que no se habla…no existe”.
Pero ese puñado de hombres buenos, cuando atrancan la puerta de la casa hermanad y regresan a su universo real, saben lo que se cuece en las tabernas y en los corrillos. Y vuelven a casa con sus familias. Y van al trabajo por el pan nuestro de cada día. Y van al fútbol. Y hablan. Y escuchan. Y siguen haciendo oídos sordos.
Ese puñado de hombres buenos son los que te dicen sin sonrojarse que la semana santa no es machista. Es la tradición. Las mujeres tienen su sitio. Son los que observan las fotos de candidaturas y no ven el salto generacional entre sus compañeras de filas. No ven que solo hay jóvenes o mediana edad. No les preocupan esos veinte años de diferencia. No les parece extraño porque ellos no son los que se retiran de la vida de hermandad para criar simpáticos monaguillos.
Hombres buenos que niegan la homofobia en las hermandades. Hombres que te dicen que las hermandades son tolerantes porque el prioste el gay. Pero los costaleros son, como diría aquel, “machos, muy machos y mucho machos”.
Un puñado de hombres buenos y honrados que niegan la existencia de robos y malversaciones. Que se echan las manos a la cabeza cuando se habla de acosos y abusos de carácter sexual independientemente de la edad, género o sexualidad de la víctima. Eso aquí no ha pasado y que te avisan de que tengas cuidado con manchar el buen nombre de la corporación.
Un puñado de buenos hombres que salvaguardan la honorabilidad de la institución a costa de no señalar la bajeza de sus miembros. Pero ¿es realmente la institución responsable de algo? No, como persona jurídica que es, la hermandad no roba, no acosa, no discrimina… La hermandad simplemente acoge a personas que, como si se miraran en un espejo, trasladan tanto las bondades como las miserias de la sociedad al seno de la institución.
Cuando una víctima de cualquier mal trato (ya puedan ser tipificados como delitos o no) no recibe el apoyo de ese puñado de hombres buenos, debería ser capaz de entender que no es la hermandad la que le niega la ayuda porque esta no tiene capacidad para ello. Son todos y cada uno de sus miembros tanto por acción como por omisión lo que, cual fariseos, anteponen una imagen corporativa al consuelo y apoyo que, como seguidores de Jesucristo, se les presupone.
El debate, entonces, debería enfocarse desde otro punto de vista. ¿Es responsable una hermandad por el abuso/machismo/intolerancia/robo cometido o somos responsables todos porque permitimos que un puñado de hombres buenos dirijan las instituciones con decisiones de dudosa catadura moral aunque siempre con la intención de “salvaguardar el buen nombre corporativo”? ¿Está el honor de la institución por encima del de la persona agraviada? ¿Se puede humillar a alguien que sufre para cuidar una imagen y un «buen nombre»?
Acusar a un colectivo al completo cuando se produce un hecho desagradable siempre me ha resultado un absurdo. No creo que haya una Iglesia pederasta sino unos curas en concreto que son pederastas. No creo que haya Juntas de Gobiernos ladronas sino algún oficial de junta ladrón. Pero en el deber de todos los que estamos en estas instituciones, no solo juntas sino colaboradores, hermanos de base y hasta simples devotos (entiéndase lo de simples sin ningún tono despectivo) es velar por el buen nombre de nuestras Hermandades y esto pasa por cortar de raíz cualquier actitud contraria al buen hacer (bien sean delitos, faltas morales o simples salidas de tono).
Ese puñado de hombres buenos, con sus coroneles a lo Jack Nicholson al frente, deben empezar a poner en duda las órdenes si el cumplimiento conlleva desamparar a una víctima. Levantar la voz en nombre de todos los cofrades de buena voluntad y, sólo así, el verdadero honor de nuestras Hermandades quedará a salvo, no exista mala cizaña entre nosotros.
Más nos valdría perder cargos para salvar la ética personal y colectiva. Pero, claro, para eso hay que estar dispuestos a pagar el precio.