Larga vida a la música

No pudo evitar que su mente viajara al pasado cuando vio aquellos hologramas descoloridos y fríos. Habían pasado muchos años, pero sobre todo, habían pasado tantas cosas que el mundo no se parecía en nada al que conoció en su niñez.

Al cerrar los ojos volvió al barrio de su niñez, al balcón de su abuela. La casa había sido un ir y venir de gente durante toda la mañana, cualquiera podía intuir que era un día grande, un día marcado en rojo en el calendario. El revoloteo de las capas familiares había acabado con una de sus pataletas, él también quería ocupar un puesto en la cofradía. No comprendía que nadie le hiciera caso cuando él había repetido, una y otra vez, que ya era mayor. Acababa de cumplir los tres años.

Cuando la casa se quedó en silencio, su abuela lo llevó hasta el balcón y se sentaron a esperar. Ella en su silla de enea, la misma que la acompañaba en sus días de costura; él sobre las rodillas de la mujer, no había en el mundo un palco mejor que aquellos brazos amorosos y aquellas coplillas con las que le hacía más corta la espera. Todos habían marchado, pero ella les había dicho que prefería quedarse en casa con el niño, ya no era joven y no aguantaba como antes el tiempo de espera en pie… pero no los engañaba, desde la muerte del abuelo, no había vuelto a la esquina donde lo esperaba para darle su bocadillo.

El sonido lejano de los tambores lo despertaron. Se había quedado adormilado con el suave arrullo de la abuela, pero el redoble llegó a sus oídos poniendo todos sus sentidos alerta. Asomó su cabecita hacia la calle, al fondo, una perfecta formación marcaba el ritmo a la cruz de guía. Cada compás, cada nota, cada corchea y semicorchea lo atraparon mientras la abuela acompañaba con el movimiento de sus piernas el tan rataplán, rataplán, tantarán de los tambores.

Sus ojitos se abrieron curiosos. No podía perderse un detalle de aquel pequeño batallón con sus impecables trajes de corte militar, sus gorras de plato y sus relucientes instrumentos. La abuela le preguntaba si le gustaba la banda, pero no había palabras en su corto vocabulario para describir lo que estaba sintiendo. Aquel iba a ser su sitio.

Luego llegarían las cornetas y tambores de plástico en la feria. A él no le importaban los cacharritos ni los algodones de azúcar, solo tenía ojos para aquellos frágiles instrumentos que acabarían en el bombo de la basura días después, pero, mientras tanto, le harían los días más felices.

Una interferencia hizo que las imágenes se distorsionaran unos segundos. Casi a la vez, la imagen de la abuela acompañándolo a comprar su primera corneta, se congeló en su mente.

Durante mucho tiempo había ido echando en una hucha todas las monedas que llegaron a sus manos, en la banda le habían prestado una corneta, pero él quería la suya propia, una nuevecita, brillante y que no hubiera pasado por decenas de manos novatas como las suyas. La abuela le había apoyado cuando quiso entrar en la banda y sus padres habían puesto el grito en el cielo convencidos que el tiempo que dedicara a la corneta se lo quitaría a los libros. Cuando la hucha estuvo llena, fueron a la tienda a por su tesoro, pero las monedas, que se habían desperdigado sobre el mostrador, no alcanzaban para volver a casa con su sueño. Estaba a punto de volverse cuando la abuela sacó del bolsillo un pañuelo con todos sus ahorros.

Pasearon orgullosos por la ciudad con el maletín del instrumento y un helado de turrón, el favorito de la abuela.

La imagen volvió a estabilizarse y a avanzar hacia él. Todo había cambiado. Un día la abuela dejó de acompañarlo a los ensayos, el frío se calaba en sus delicados huesos. Otro no fue capaz de ir a la procesión, a la esquina en la que lo esperaba cada año para darle el bocadillo como había hecho antes con el abuelo. Y un día, mientras escuchaba el último CD que había grabado la banda, simplemente se durmió.

La echaba de menos, pero se alegraba de que no hubiera llegado a ver cómo el sueño de su nieto se esfumaba como una pompa de jabón. La seguridad, las normas, las prohibiciones, los virus,… para cuando volvió la normalidad, ya nada era normal. Habían conseguido enjaular la música, meterla dentro de algoritmos que devolvían melodías tan perfectamente frías y calculadas que ningún instrumento fue capaz de tocarlas. Las bandas desaparecieron sustituidas por aquellos hologramas sin sentido ni sentimientos. La música había muerto, larga vida a la música.

Relato publicado en el número #2 de la revista Nazarenos.

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