El traqueteo de los tacones rompía la frialdad del mármol al ritmo cadencioso y sensual que permitía un golpe de caderas enmarcadas en la falda lápiz de tweed.
Todas las miradas se clavaban sobre la suave lana del cárdigan que un día alguien bautizó como rebeca quizá con el recuerdo de Manderley en la cabeza. Ojos crueles que traspasaban cada una de sus prendas. Siempre lograban hacerla sentir desnuda y vulnerable.
Saludó a la anfitriona con cariño real. Ella sería la única persona en todo el salón que la miraría a los ojos esa noche. Esa y muchas otras. Por eso nadie vio que estaban vacíos. Habrá un día en el que alguien diga que el brillo de los ojos no se opera, pero no será ella, para ella será tarde. Esa será otra historia.
Se dejó guiar entre los invitados. Se dejó presentar a mujeres envidiosas y hombres que se relamían sin disimulo. Se dejó besar las mejillas y dejó manos apoyarse sobre su cintura, más allá de lo que marcaba el decoro. Se dejó, ¿cómo si no?
Sonrió y asintió, como se esperaba de ella. Susurró sin dejar salir su voz. Suspiró recordando la calidez del hogar y la compañía del libro que había dejado sobre el sofá. No era momento de lecturas, aunque nada deseara más. No era el momento de la mente, sólo del cuerpo.
No atendió a su corazón desbocado cuando lo vio aparecer a él. Aquel cuerpo pequeño se movía con torpeza frente a la multitud que le estrechaba la mano y reverenciaba su presencia. El color blanco de su pelo, indomable, relativo, difuso en un cabeza en ebullición, soberbio en el bigote, inundó la distancia que los separaba.
—Mi querido Albert, qué alegría me da que hayas decidido acompañarnos en esta velada. —La anfitriona lo rodeó con sus brazos con la delicadeza de quien sabe que abraza un valioso tesoro.
Ella observaba la escena con nerviosismo. Sabía de sobra quién era él, aunque para ella no existiera un viceversa. Lo admiraba. Se acercó al genio dejando que la improvisación hiciera el resto.
—¿Qué dice, profesor, deberíamos casarnos y tener un hijo juntos? ¿Se imagina un bebé con mi belleza y su inteligencia? —Norma Jean se arrepintió en el mismo momento en el que las palabras salieron de sus labios, pero continuó sonriendo.
—Desafortunadamente, me temo que el experimento salga a la inversa y terminemos con un hijo con mi belleza y su inteligencia —le respondió el septuagenario quién sabe si con la intención de ser gracioso o con la necesidad de demostrar, como cualquiera de sus brillantes teorías, que las rubias eran seres tremendamente encantadores, pero rematadamente estúpidos.
No disminuyó su sonrisa. No hizo un mal gesto. Sorbió con delicada elegancia la copa de champagne antes de que el cristal se quebrara con rabia de su mano. Rio la gracieta y guardó silencio. Total, calladita era como estaba más guapa.