La fiesta de los sentidos

Se despertó salpicado por las pequeñas gotas de sudor que cada uno de sus poros había liberado. A tientas encendió el interruptor de la lámpara de la mesita de noche y manteniendo aún los ojos cerrados, dejó que el corazón volviera a su ritmo habitual acompañándolo con respiraciones lentas y largas. Nunca recordaba sus sueños y, justo hoy, había reunido todas las pesadillas en una sola.

Primero fue el avión. No encontraba billete y cuando por fin logró comprarlo, el vuelo salió con tanto retraso que por poco no llega a su destino. Llegó, pero entonces comprobó que no tenía nada preparado, la ropa estaba hecha un lío en el altillo del ropero. Menos mal que en estos años de destierro había conseguido aprender a manejarse con la plancha. Con el reloj del salón sobre sus talones, consiguió vestirse y salir de casa, aunque su dicha duró poco, andaba, pero sus pies no se movían del sitio. La ansiedad comenzó a apoderarse de su dormido cuerpo y para cuando el sudor había bañado por completo las sábanas, había conseguido llegar sin lo más importante, su papeleta. Le hubiera encantado saber como desfacía aquel entuerto que habría dicho el caballero de la triste figura, sin embargo, una nube caprichosa descargó agua con toda la furia de un temporal. Sus nervios no aguantaron más desasosiego y el sabio cerebro mandó la orden de despertarse.

Con los ojos a medio abrir, consultó la hora en la pantalla del móvil. Tan solo eran las ocho de la mañana y el cuerpo le pedía descanso después del largo viaje, pero su cabeza estaba presta y dispuesta. Se desperezó manteniendo aún el regusto amargo del mal sueño.

Dudó unos instantes por dónde empezar hasta que se recordó a sí mismo que, como siempre, lo mejor era empezar por el principio, como si de la propia creación se tratara, así que acercó sus renqueantes pasos hasta la ventana y de un solo tirón, dejó que la luz acabara con las tinieblas de su dormitorio. Sus pupilas se dilataron trasladándose desde el negro que había habitado en el cuarto hasta el radiante azul que iluminaba el cielo. Miró por la ventana, curioso, como si fuera la primera vez que sus ojos vieran la calle. El azahar se había marchado ya, pero el verde de las hojas de los naranjos brillaba salpicado con pequeñas gotas de rocío plateado que centelleaban mientras desafiaban a la gravedad. Las paredes lucían blancas, puras, como aquellos pueblos que se esconden tras la última curva de una angosta carretera, pero que, al llegar, imprimen su imagen sobre nuestra memoria. El sol se entreveía, tímido aún, entre los tejados más lejanos.

Abrió la ventana y colocó el torso sobre el alfeizar. El olor del reciente amanecer le inundó. Damas de noches lejanas, primeros jazmines, el aceite de la vieja calentería de la esquina, palmas recién cortadas…Aspiró con fuerza y regresó al interior con los ojos cerrados, como si sólo así pudiera retener aquel perfume, pero le sorprendió el aroma del café y el sonido de pasos rápidos en la cocina, alguien en casa tampoco podía dormir.

Agudizó el oído. Su madre tarareaba. Mi, fa , mi, fa, mi, re, do… Desde la distancia, acompañó el canto de la matriarca silbando, ¿cuántas tardes había pasado ensayando esa misma canción ? ¿Cuántas veces le pidió a su padre que volviera a poner ese vinilo? ¿Cuántas veces se la cantó su abuela de niño hasta que creyó que él mismo estaba subido a la barca de aquel pescador? Las campanas de la vieja ciudad sonaron como un eco jubiloso llamando a los fieles. El tañer del metal volvió a acelerar su corazón y se encaminó con prisa por el pasillo, dejando que sus pies rachearan sobre el sufrido terrazo.

Sobre la mesa esperaba su recompensa. La humeante taza cubría, como si fuera una nube de incienso, el plato en el que reposaba aquel pequeño manjar que tanto había echado de menos. Cortó un pedazo con el tenedor y dejó que su boca hiciera el resto. El pan, al deshacerse, liberó sobre su lengua un torrente de vino y miel. Aquel punto justo de dulzor y amargor lo trasladó a su niñez, a los días de comida familiar con la suave salazón del bacalao en su militar homenaje y el sabor de la matalauva y el azúcar en los roscos.

Acabado el desayuno, emprendió el regreso a su dormitorio, había llegado la hora de prepararse. Se acercó a la amalgama de telas que lucían en sus perchas ocupando puertas y estanterías. Enredó sus dedos en la suave seda del cordón, el leve roce del metal de la medalla erizó su piel. Continuó el camino hacía la sarga blanca, suave, pero recia, como Él cuando sobre su paso avanza en la tarde. Se detuvo al fin en el áspero esparto y jugueteó con las hebillas.

Un escalofrío le recorrió. Esta vez no era un sueño. Se lo habían dicho sus ojos y la luz de aquel domingo; su nariz al sentir el aroma de la primavera; sus oídos y su boca le habían hablado de Cuaresma. Pero fueron sus manos las que lo convencieron al agarrar la papeleta de sitio.

Texto elaborado para los relatos cofrades del programa de radio Gólgota de Sevilla FC radio emitido el 07/04/2022.

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