Docena y media del catorce

El procedimiento era, en apariencia, sencillo, pero tenía su intríngulis. Se cogía el molde del tamaño que había pedido la clienta y con él se dibujaban tantos círculos en la tela como botones necesitaban. Luego las tijeras, Palmera, bien afiladas para no estropear el tejido, recortaban los círculos que se colocaban, uno a uno, en el molde. Encima había que poner una piececita metálica, maleable, que daría cuerpo al botón y, en la otra parte de la máquina, el enganche porque sin él ni se cerraba el botón ni se podía coser. Por último, tirar de la palanca y hacer presión con fuerza para que las chapas se amoldaran y el botón no se deshiciera a la primera de cambio.

Recordé de memoria el ritual que cada tarde repetía mi abuelo convencida de que podía hacerlo de principio a fin. Elegí el molde del número que decía la nota del encargo, dibujé el molde con un bolígrafo que se viera bien y luego recorté la tela. Coloqué el molde con la tela y el aplique en su lugar y el enganche en el lado contrario. Por último tiré de la palanca, pero el botón no apareció. Cada parte siguió siendo independiente mientras mi abuelo sonreía burlón. 

Repetí la operación concentrándome de la mejor manera que sabía: abriendo la boca, sacando la lengua y colocándola en la comisura izquierda de la boca. El resultado, el mismo: botones dos, Beatriz cero.

Mi abuelo me pidió que lo intentara una vez más. Mientras colocaba todas las piezas se situó a mi espalda y cuando mis manos rodearon la palanca, las manos de mi abuelo rodearon las mías. Una chispa descargó en mis pequeños dedos, una corriente de energía que invadió mis manos y se traspasó hasta la palanca. Al soltarla, una esferita asomó en el molde. ¡Era mi primer botón y era perfecto! Ya era, oficialmente, forradora de botones, como mi abuelo.

Me volví y lo vi sonreír. Me chocó los cinco y me bajó del taburete en el que me había encaramado para completar mi misión.

Estuve un par de minutos contemplando mi pequeña obra de arte, tan absorta que no me di cuenta de que el resto de botones iban llenando, uno a uno, el cartucho de papel.

Mi abuelo dejó las gafas y el cartucho en el mostrador. Había llegado el momento del trofeo por mi trabajo de mercera. Cruzamos la calle saltando los charquitos que se habían formado entre los adoquines con la lluvia de la mañana y, con un guiño cómplice, le contó a la panadera mi asombrosa hazaña. Ambos estuvieron de acuerdo en que me había ganado un batido de chocolate y unos donuts de azúcar.

Regresé al mundo mágico de la mercería con mi abuelo de una mano y la merienda en la otra tramando mi próxima aventura: el cambio de escaparates…, aunque eso era trabajo de mi abuela y no sería ni tan sencillo convencerla ni tan divertido llevarlo a cabo.

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