Peccata minuta

¿Qué tal se encuentra, Señora Letrada? ¿Han dejado de chillar los corderos?

Perdóneme la licencia, de vez en cuando me gusta ponerme peliculero. No cinéfilo, peliculero, porque para ser cinéfilo tendría que exudar una superioridad moral de la que carezco. Mi moral, es, ¿cómo explicárselo?… Difusa. Además, piénselo, si fuera un enamorado del séptimo arte quizás habría rebanado la tapa de la sesera a algún incauto para degustar sus pensamientos o, tal vez, me habría hecho un abrigo con esas pieles demasiado finas que pululan por el mundo.

No, Señora Letrada, no soy ese tipo de monstruo, ya lo sabe. Usted, mejor que nadie. Ha logrado demostrarle a todo el jurado, lleno de señores ceñudos y señoras afligidas, mi inocencia. Hasta que usted se hizo cargo de mi defensa todos estaban dispuestos a condenarme a la pena máxima. Nunca podré agradecérselo lo suficiente.

Déjeme contarle una historia. Cuando era niño pasaba cada día, de camino al colegio, por una calle sucia donde los perros tenían la misma mugre que sus dueños; eran unas casuchas desvencijadas sin luz ni agua…parias sin esperanza. Un día, uno de los perros desapareció. Escuché a un niño llorar por su amigo, ¿qué amigo? No era más que un bicho pulgoso y bobo.

Un par de días después, justo a la hora en la que volvía de clase, un grito estremeció la calle. La cabeza del perro había aparecido en la puerta de su casa, en una preciosa canasta de pleita. Llegué a casa repleto de energía, aquel chillido de miedo había traspasado mis sentidos como una droga.

Poco a poco, todos los perros y gatos de la calle fueron corriendo la misma suerte. Y siempre la misma rutina, el animalucho desaparecía a la hora a la que yo iba a clase y su cabeza aparecía dos días después a la hora de mi regreso.

El terror que salía de aquellas gargantas miserables me daba vida. Evidentemente, nadie sospechaba de mí, ¿cómo iba a cometer un crimen tan atroz un niño que sólo pasaba por allí, débil y enfermizo, rodeado de mimos y caprichos como yo? No, siempre estuve a salvo de toda duda, aunque mis pasos rondaran la calle.

Imagino, Señora Letrada, que ahora estará preguntándose cómo pude sacar de allí a los animales sin que nadie me viera. Nada es imposible para alguien que tiene dinero. Pagaba a un golfo de la zona que habría vendido a su hermanita con tal de pagarse un pico.

El tipejo sacaba a los animales con señuelos de comida y los llevaba en una caja bien cerrada hasta la puerta de mi casa. La caja la recogía el ama de llaves y la dejaba en la caseta del jardín. Pobre señora, nunca supo qué había dentro de los paquetes. Durante un par de días, al volver del colegio, me encerraba en la caseta y me divertía con los bichos. Me excitaba escuchar sus gritos mientras les quemaba el pelo o les clavaba puntillas en sus cuerpecitos temblorosos. Cuando no quedaba sufrimiento que sacarles, les cortaba la cabeza y los devolvía a sus míseros hogares en una cesta adornada como un regalo.

Supongo que, a estas alturas, ya habrá atado cabos, es usted una mujer inteligente, Señora Letrada, aunque, lamento decirle, que demasiado crédula y confiada. Llevaba razón en que era materialmente imposible que yo secuestrara a esos infelices, en todos esos momentos me encontraba en otro sitio, pero recuerde que siempre hay un golfo dispuesto a cualquier cosa por dinero para un pico.

El resto, Señora Letrada, ya lo conoce. Hay que reconocer que el forense y la policía hicieron un buen trabajo reconstruyendo mis obras de arte.

Le adjunto un cheque que cubre de sobra sus honorarios, los cargos de conciencia e, incluso, el tratamiento psicológico si quiere continuar con su vida.

P.D. Créame que lamento que esto acabe aquí, me habría gustado oír el terror saliendo de su exquisita garganta. Pero sería tentar demasiado a la suerte.

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