El día que Silvia saltó era un día normal.
Una mañana como otra cualquiera en nuestra rutinaria vida en la que nos levantamos, desayunamos juntos sin hablarnos y salí corriendo para el trabajo con la promesa de volver para almorzar. No le pregunté por sus planes, supuse que haría lo de siempre, limpiar la casa, enviar decenas de currículums a empresas que nunca la llamarían y saldría a dar un paseo largo porque todos le recomendábamos que no se quedara en casa, que el sol y la actividad física le iban a venir muy bien.
A media mañana le envié un mensaje para pedirle que no me llamara porque estaba teniendo un día caótico y no podría cogerlo. No respondió, pero la doble marca azul me confirmó que lo había leído.
A las dos, con puntualidad británica, llegué a casa, pero ni estaba Silvia ni había comida hecha. Mientras preparaba una ensalada le envié otro mensaje para decirle que no se preocupara por mí, que no tenía tiempo para esperarla y que nos veríamos por la noche. Tampoco respondió, pero de que faltaba la doble señal de recibido y el color azul de leído solo me di cuenta horas después cuando fui a escribirle de nuevo para pedirle un favor. No le di importancia. Silvia sufría mucho con los aluviones de malas noticias en redes y, de vez en cuando, ponía el móvil en modo avión.
Regresé ya de noche, como era habitual, cansado de todo el día y con ganas de una ducha, una cena rápida y un rato de televisión para desconectar. Estaba enganchado a una serie de vikingos que a Silvia no le gustaba, pero era el único rato de relax que tenía en todo el día así que la dejaba en el salón leyendo y veía la serie en la televisión del dormitorio.
La casa estaba tal y como la dejé al mediodía. No había señal de que Silvia hubiera estado allí. El reloj de la cocina marcaba las nueve. Era raro que no hubiera vuelto.
Llamé a su madre, pero no sabía nada de ella desde por la mañana que fue a dejarle a Lucas porque ella tenía que hacer gestiones. ¡Lucas! No había notado que el perro tampoco estaba. La verdad es que el bicho y yo no éramos demasiado amigos, pero Silvia se encaprichó, decía que pasaba demasiadas horas sola y que le haría compañía.
Me abrí una cerveza mientras pensaba a quién podría llamar. No conocía a muchos amigos de Silvia, nunca podía coincidir con ellos, el trabajo me absorbía.
Estaba cansado y aquella era otra de las pataletas de Silvia. Empezaba a hartarme de esa permanente actitud de víctima que tenía. Me dejé caer en el sillón convencido de que en cualquier momento volvería, como siempre, con la cabeza hundida entre los hombros y la mirada de cordero degollado.
Le di un sorbo a la cerveza y me puse a ojear las redes a ver qué había de nuevo en el mundo. Un partido de Europa que había perdido el Madrid, un cuerpo de mujer que ha recuperado la policía local en el río, una nueva subida del impuesto de la renta… Seguí haciendo scroll por la pantalla hasta que una nueva notificación me interrumpió. Era el hermano de Silvia. Lo leí molesto, aquel tío no era mi persona favorita.
<<Jorge, llámame, es muy urgente. Han encontrado el cuerpo de Silvia>>.
Me gusta mucho tu relato. ¡Muchas gracias!
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Gracias a ti por leerlo 😉
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La solución permanente a un problema pasajero. Quizá Jorge ahora sí tendrá tiempo para pensar en Silvia. Tiempo es lo único que tendrá.
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