Para entrar a vivir

P vivía en un barrio alejado del centro, un conjunto desordenado de calles estrechas y casas que se retorcían hasta el punto de parecer que iban a desplomarse en cualquier momento. La casa de P era un sótano profundo y oscuro en el que la luz del sol nunca llegaba y que parecía encogerse haciendo que P caminara encorvada, casi a rastras. Las paredes, siempre frías y húmedas, estaban cubiertas de malas hierbas que amenazaban a P con robarle el poco aire de la estancia. P intentaba recordar cuándo llegó, pero no encontraba cuándo ni porqué, simplemente estaba en aquel lugar, con la única compañía de un zumbido constante que se había instalado en su cabeza y que amenazaba con volverla loca.

Cada mañana, al abrir los ojos, un hilo negro envolvía su cuello. No sabía de dónde venía, pero debía moverse con sigilo o el hilo se tensaba impidiéndole respirar. P había intentado cortarlo con un cuchillo, pero la hoja se rompió y el hilo se hizo más fuerte.

Una tarde, la escasa luz del sótano se deshizo en el gélido aire y el tic tac de un reloj invisible tomó su lugar. P sintió el reloj en su pecho, marcando el tiempo al compás de los latidos de su corazón. Si los latidos se aceleraban, el tictac corría más rápido; si los latidos se hacían lentos, el tictac parecía apagarse. P creyó que cada segundo marcado por el reloj inmisericorde era una advertencia, pero no sabía de qué. P buscó el reloj entre la maleza de las paredes, pero sólo consiguió que los segundos corrieran desbocados a la velocidad de su cansado y aterrado corazón. P vio que su respiración se volvía irregular y que la vista se nublaba mientras el tic tac calaba cada poro de su piel.

El sótano cambió. La maleza de las paredes envolvió a P enjaulándola. El aire se volvió denso y viscoso, cargado de un olor mortecino. P intentaba caminar hacia la oquedad que hacía de puerta, pero el hilo de su cuello se volvió una soga recia y amenazante. Una voz pareció susurrarle desde las sombras. “No luches, es inútil”. P sintió su garganta cerrarse ante la presión de la cuerda.

P, vencida, se sentó apoyando la espalda sobre la pared. La cuerda se retorció y enroscó aún más, formando nudos que habrían asegurado un barco al puerto. Las ramas de las paredes comenzaron a enredarse en su cuerpo. El tic tac paró, pero el silencio fue aún más insoportable: el vacío gritaba en los oídos de P con desesperación. Cerró los ojos y dejó que la oscuridad se colara por cada orificio de su cuerpo hasta convertirla en un agujero negro e indefinido.

Fuera la ciudad seguía viendo a P, pero P era solo un holograma de sí misma, un ente vacío, una cáscara sin fruto. P se había hundido en la negrura y las sombras hambrientas buscaban inquilinos para el sótano. 25 metros, interior, ideal para solitarios.

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