Aprendí a leer en el verano de 1989, me enseñaron mis padres cuando tenía un pie en primero de primaria. Aprendí a leer mucho antes que mis compañeros como también aprendí antes las tablas de multiplicar (en el verano del 90), pero ese salto al mundo matemático no fue tan brutal en mi vida como el descubrimiento de las letras y sus inseparables escuderos, los libros.
Con este descubrimiento, quizá precoz, los libros infantiles se quedaron atrás pronto y me lancé a leer todo lo que había por casa. Mis padres jamás fiscalizaron mis lecturas, es más, durante mis años adolescentes, había un pique (improvisado y muy sano) entre mi padre y yo para leer el mismo libro, al mismo tiempo, y ver quién avanzaba más.
Los libros fueron, son e intuyo que serán mi refugio y mi salvación. Un intento de comprender el mundo, de vivir vidas que jamás viviré como el pirata cojo de Sabina. Un salvavidas, un ancla, un calmante y una pastilla debajo de la lengua para mi ansiedad. Una burbuja en la que abstraerme. Un manantial que corre por mi cabeza y que se desborda por las arterias y venas de mi cuerpo.
Un veneno que, casi como consecuencia lógica, me ha llevado a garabatear mis propias historias como más pasión que éxito.
Necesito leer y necesito escribir casi al mismo nivel que necesito respirar y comer. Mi psicólogo me dijo que escribiera, mis profesoras de escritura me lo han recordado y me han perseguido para que no tirara el bolígrafo a la basura. Mi cuerpo, pero sobre todo mi mente, necesita escribir. Una compañera describió este proceso como parir, yo que no soy madre, lo defino como vomitar, echar fuera todo lo que nos corroe por dentro.
Los libros acompañan mi vida y forman parte de mi propio atrezo. Siempre llevo libros en el bolso y hay libros en los brazos del sofá en el que me siento. Hay libros en mi despacho y cargo la maleta de libros cuando voy a pasar días fuera de casa. Los libros son tan yo, que si no existieran, tendría que inventarlos.
Quizá por todo esto, admiro a las personas que regalan libros. Pero no aquello que lo hacen porque toca y tiran de lista (que también porque me surten gran parte del año). Me refiero a esas personas que, sin venir a cuento, un día te regalan un libro porque les recordó a ti. Odio profundamente que un libro que han elegido con mimo para mí no me guste porque siento que estoy traicionando a quién me lo regaló.
Mi marido aprendió esta lección no sin peleas y dejó atrás las joyas a las que poco más que un valor económico les doy. De corazón lo siento, pero no lo podía evitar, ¿cómo preferir un anillo cuando podía tener un libro? Ahora, cualquier día, pasa por la puerta de una librería y vuelve a casa con uno bajo el brazo. No sé si me hace más ilusión el nuevo ejemplar o su cara de ilusión al ver mi cara de ilusión.
Dame un libro y me das la vida. Regálame un libro y me habrás regalado una parte de ti.
Es posible que a muchos no les guste mi apología del libro. Al fin y al cabo, quién regala libros regala herramientas para pensar y ser libre. Gente que regala libros, gente que lee, terroristas todos…esa gente.
A mí me ha gustado. Cualquiera que me conozca un poco y quiera regalarme algo, sabrá cómo acertar de pleno.
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