La luz de la farola se cuela curiosa por la ventana. Bajo la luz amarilla, el pelo de Lucía parece de oro, una fina y sedosa lámina de oro que se desparrama por la almohada. Aún no sé cómo ha llegado esta musa a mi cama. Aún me pregunto cuándo entró este ángel en mi vida.
Adivino la insinuación de sus curvas bajo el velo de las sábanas. Mis dedos se aventuran a rozar su piel, a sentir cómo se erizan tímidamente sus vellos ante la intromisión de mis yemas.
No ha sido casual, como tampoco lo fue que haya perseguido su olor como un perro a su presa. No ha sido casualidad porque esta noche he salido a su encuentro como animal en celo. Mis labios se acercan a su espalda y, milímetro a milímetro, tapo con besos su desnudez. La siento ronronear como un gatito que juega con una madeja de lana.
Es todo tan extraño que hasta podría decir que me he enamorado de ella. Yo que siempre he sido fiel a unas creencias; yo, que veo el pecado acechar en cada esquina; yo, que esperaba un príncipe que me salvara en mi castillo…
Oigo su voz susurrar en mis oídos, mi nombre jamás ha sonado tan bien. Sus dedos desenredan mi melena y su piel se hace dueña de mi piel. Amarnos bajo esta luz de las farolas, bebiendo, sorbo a sorbo, el licor del placer, con la luna por testigo del delirio y, en la radio, mujer contra mujer.