Supe por sus ojos que era la última noche. Sentí el olvido instalarse en cada poro de mi piel mientras sus manos, vacías de caricias, recorrían mi cuerpo.
Me aferré a su cuerpo como una enredadera a la roca, intentando amarrar lo poco que quedaba de nosotros para que no se volviera un simple tú y yo. O yo y él, ya ni siquiera era un tú.
Aspiré su respiración cansada, un aire que no alimentaba a su corazón y que me envenenaba lento, haciendo su trabajo sin tregua.
Conocí su odio mientras fingía hacerme el amor. No era química ni física, se trataba tan solo de mecánica, del engranaje de dos cuerpos como dos ruedas de maquinaria que hacían un trabajo sin demasiado afán.
Lo vi alejarse incluso antes de abandonar mi cuerpo. La indiferencia en cada botón que abrochaba a su camisa. Oí las maderas golpearse violentas al cerrarse la puerta.
No hubo adiós, no hubo lágrimas. Un ya te llamaré y una última mirada. Después, ni el olvido se acordó de mi.