Me los encontré tomando café. Una semana más aquel tranquilo café se había convertido en mi refugio y mi fuente de inspiración para uno de mis cruces de caminos.
Estaban sentados en una mesa alta de madera y aspecto industrial. Al principio no les presté demasiada atención, es lo que tiene el autoservicio, que al principio debes estar más ocupado en no tirar el café al suelo que en lo que te rodea.
Los observé por primera vez mientras mareaba mi café con la cucharilla. El padre intentaba leer el periódico con su bebé en brazos. Era treintañero y tenía ese aire desaliñado aunque cuidado de los surferos, todo un millenial. El bebé jugueteaba con las hojas del periódico, no tenía ni la menor intención de dejar leer a su padre, las pasaba y las arrugaba riéndose de una forma completamente deliciosa.
Acabó con las defensas de su padre que claudicó y jugueteó con él intentando enseñarle a pasar las hojas. A estas alturas del café, la camarera y yo nos miramos con caras de tontas…no era para menos. Y aunque intentaba volver a mi café y mis pensamientos, la realidad es que aquel pequeño me había ganado, me había alegrado por completo la mañana.
No pude dejar de mirarlos. El padre lo sentó en la mesa y jugó con él haciéndole cosquillas en la barriga mientras el pequeño se reía con inocentes carcajadas y jugueteaba con la desordenada melena del padre.
Seguí observándolos mientras iba a la barra a pagar mi café. La camarera me miró cómplice y ambas sonreímos. Aquel bebé de poco más de seis meses nos había alegrado la mañana a ambas y, posiblemente, la vida a sus padres. Él, tan chiquito, con esa sonrisa tan sincera, con sus piececitos desnudos, con sus manos juguetonas y con su cromosoma de más había hecho que cambiara por completo nuestro ánimo…él no era disnada ni minusnada…era un bebé maravilloso, sin más.