Me lo encontré en el tranvía.
Era menudo y, tal vez, algo regordete. Lucía un bigote canoso y un completo repertorio de arrugas que confirmaban que la experiencia pesaba demasiado en sus piernas por lo que no cabía duda que, su fiel compañero de brillante madera marrón, le era más que necesario.
Subió tras su bastón y picó con su bonobús.
Aunque la maniobra no le había resultado complicada, guardar el bonobús en la cartera fue completamente distinto. La sacó de su bolsillo mientras sostenía como podía el bastón bajo el brazo e intentaba encajar la tarjeta en su lugar. El tranvía arrancó y, como pudo, se agarró a la metálica barra roja que estaba junto a él. Sus manos no dieron para más y el bastón cayó pesadamente en el suelo haciendo que todos le prestáramos atención.
Rápidamente dos personas que se encontraban algo alejadas corrieron a devolverle el tercer pie a su dueño. Eran dos personas jóvenes. Me resultó curioso que, quién estaba más cerca del Señor, pasara olímpicamente de él demasiado ocupado en su teléfono móvil, curiosamente ya no era tan joven…
El señor agradeció de palabra el gesto a quien le tendía su bastón pero fue mucho mayor la alegría de su mirada y su sonrisa. Continuó andando pesadamente, calculando cada pequeño paso que lo acercaba a la zona giratoria del vagón. Otro hombre y yo nos dimos prisa en cederle el sitio, no había dónde agarrarse y, al final, ni su tercer pie le impediría caerse. Ambos tendríamos la misma edad. Se sentó en el lugar del chico que le pillaba más cerca que el mío. Dos señoras, muy señoreadas miraban impasibles la escena desde sus asientos.
Nuevamente una sonrisa.
Llegamos al final de nuestro viaje y nos acercamos a la puerta. Me quedé rezagada para coincidir con él, la bajada del escalón coincide con una zona con adoquines separados donde su ayuda podía quedar atrapada y caer. Bajó sin problemas y lo miré.
Se dió cuenta y nuevamente dibujó una sonrisa en su rostro. Me dió las gracias y siguió su camino mientras me dejaba pensando que sigue habiendo mayores a los que merece la pena ceder el sitio y que, quizás, la deriva de la sociedad no es sólo culpa de los jóvenes.