Me lo encontraba cada mañana en mi camino, siempre estaba en la misma esquina como si fuera parte del mobiliario urbano. Parecía el guardián de aquella puerta de acceso a la Sevilla antigua.
Su piel era oscura y contrastaba con el blanco de su sonrisa. No era un blanco de anuncio, era un blanco sincero, sin artificio, conservantes ni colorantes.
Cada mañana era diferente pero siempre se repetía la misma historia: cientos de personas que pasaban junto a él sin prestar atención, demasiado metidas en sus propias cosas, en sus propios problemas, con las cabezas agachadas y auriculares puestos oyendo música sin llegar a escucharla, andando con pasos rápidos…sin tiempo para respirar, sin darse cuenta del mundo que los rodea como quien camina dentro de una burbuja. Yo la primera.
Nadie lo veía a él. Sólo algunas personas respondían a sus buenos días. A él parecía no importarle, a todos regalaba su eterna sonrisa y sus buenos días. Quizás tuviera hambre o calor, los del verano no son días fáciles para los que están en la calle. Era forastero, uno de tantos valientes que un día deciden cruzar un desierto y un mar que pueden acabar con sus vidas para buscar un futuro que nunca llega en su tierra.
Y tal vez su eterna sonrisa fuera nuestro castigo. Es fácil sentirnos bien con sólo apuntar un número bancario. Lo realmente difícil es parar nuestra rutina y responder a una sonrisa sincera, quizás la más sincera que veamos en toda la mañana, cruzar un par de palabras con él y después continuar nuestro camino. La dificultad de regalar 30 segundos cuando creemos que lo nuestro es lo más importante.
Pero una mañana no estaba. Curiosamente ese día sentí que algo me faltaba, ¿había olvidado algo en casa? ¿Había dejado de hacer alguna de las tareas importantes de mi lista? Simplemente me había quedado sin la sonrisa que iluminaba mi día.
Café Literato 