Me lo crucé donde un Emperador le cede el sitio a un semidiós que separó dos continentes con sus manos. En mis oídos alguien comenzó a pedirle limosna de amores a Dolores y su mirada se cruzó con la mía como quién ha escuchado a través de mis auriculares.
Arriesgaba combinando unos viejos vaqueros de color rosa con una camisa de seda blanca con lunares negros sobre la que lucía un chalequillo negro, de traje. Sus ojos, con restos de haber llevado pintada la raya de negro, tenían el brillo de otros tiempos, de otras historias, de otras independencias y libertades que parecían no llegar nunca.
Tenía la edad de haber vivido otro barrio, otra Alameda. Sus pies caminaban como quien ha manejado con gracia y maestría una bata de cola mientras escondía su vergüenza con maquillaje. Sus pies sabían de carreras grises, de golpes y del regusto amargo de la sangre en la boca. Sus labios sabían de plegarias a la Virgen y de confesiones a una madre que siempre supo su verdad.
Sus manos sabían de amores de tapaillo, de cuerpos que a escondidas se amaban y a la luz paseaban su honorabilidad con la familia.
Y sin embargo su cabeza lucía alta, como quien se conoce y se respeta, como quién no se esconde, como quién, a pesar de todo, no se ha ocultado. Como sólo quién ha sentido miedo puede lucir.
Y siguió su camino porque sólo así su lucha tenía sentido. Sus ojos ya había llorado caudales y no temía las nuevas amenazas. Las limosnas de amores pasados ya no le dolían pero en cada arruga de su cara llegaba escritas de letras de las coplas en las que se vio reflejado. Las nuevas persecuciones quizás seguían pareciéndose a las suyas, los nuevos miedos quizás se parecían a los suyos. Y siguió su camino recordando que cualquier tiempo pasado no fue mejor y que a pesar de todo, nadie como él acababa hoy en la cárcel.
Café Literato 