Por un cuarto de pollo

Cuando aquella mañana acudió al supermercado no se imaginaba que un cuarto de pechuga de pollo fuera a cambiar su vida.

Entró en la tienda tan despistada que olvidó que llevaba la cabeza llena de rulos. De forma automática, arrastrando sus zapatillas de andar por casa, se dirigió al pasillo número 3 donde le esperaban los frigoríficos de la carne. Tanteó un poco las bandejas, los de super siempre se las apañaban para engañar a los compradores.

Con su bandeja en la mano se dirigió a la caja. Salió de su mundo de pollos en pepitoria para rebuscar monedas sueltas en su monedero. Entonces lo vió. El cajero se negaba a darle el dinero a un joven con careta de Bob Esponja que lo aporreaba con un gran salchichón.

Bob Esponja se echó a correr mientras le hacía gestos con los dedos señalando sus ojos y después a ella…y a sus ojos…y a ella…un escalofrío recorrió su espalda y chilló, chilló hasta que la oyó la policía, chilló hasta quedarse afónica, gesticuló simulando que chillaba mientras la policía la llevaba a casa con su bandeja de pollo, aún sin pagar, entre los brazos.

Días más tarde llamaron a su puerta. Abrió sin darse cuenta de que, otra vez, tenía los rulos puestos. Unos señores trajeados esperaban al otro lado de la puerta, eran grandes, como matones a sueldo, pero no, eran agentes federales que venían a pedir su colaboración en el caso del “Ladrón del Salchichón”. A cambio, podrían ofrecerle una nueva identidad para protegerla del desquiciado.

En qué momento dijo que sí. Ella, que cada vez que su marido decía algo tenía preparado el no en la boca, ese día tuvo que decir que sí. Le cambiaron su sencilla vida de ama de casa, sus rulos y su pollo en pepitoria por la de una trapecista rusa en el Circo Mundial. Hoy vió a Paco y a los niños en las gradas del circo, ¡qué grandes estaban! Sintió tanta alegría que casi cae del alambre.