Se empeñó en entrar en aquel hueco. Le insistí que ambos no cabíamos pero, de los dos, él siempre fue el más testarudo y aquel ratón blanco se había convertido en su obsesión de cazador, tenía que cogerlo en su refugio del árbol.
Metió su cabeza y empujó hacia arriba arrastrándome con él. Como pude saqué la cabeza por un hueco del viejo tocón que ya se había separado del suelo entre un lío de piernas. El ratón se escapó burlón de sus manos y él, frustrado, dio una patada al suelo que nos hizo rodar monte abajo.
El golpe del tronco resonó en todo el pueblo. Los bomberos necesitaron cuatro horas y un hacha para liberarnos. Cuando por fin salimos, ya tenía mi decisión tomada, no le seguiría más en sus locuras, había llegado el momento de separarme de mi siamés.