Aquella mañana, como todas desde que había terminado su exitosa carrera en la mejor Universidad del país, vistió su elegante traje gris con camisa blanca y corbata. Tomó su maletín cuidadosamente, ese que nunca dejaba que nadie tocara y que trataba como si contuviera el mayor y más frágil de los tesoros.
Salió a la calle y caminó con paso rápido pero lo suficientemente despacio para evitar que el sudor llegara a estropear su reluciente camisa blanca. Comprobó en su reloj de pulsera, herencia de su abuelo, que llegaba a tiempo aunque no lo suficiente para detenerse a tomar un café, sus clientes esperaban, otro días más que su estómago tendría que esperar.
Abrió el maletín con delicadeza y se dispuso a echar una nueva jornada. Su puesto de huevos en el viejo mercado callejero le daba más esperanzas que monedas a final de mes.