Cuando sea mayor tendré un Chester. Uno de esos sofás visiblemente incómodos, pero tremendamente atractivos. Tal vez como la presencia de Paul Newman si es que pudiera tenerlo sentado en mi sofá.
Será cuando sea mayor de verdad, no como ahora que solo cumplo años con la vulgaridad de quién aún se cree eterna. Entonces la serenidad de los años ya habrá hecho mella en mí. Será marrón, como Dios manda, y tendrá arrugas del tiempo igual que las tendré yo.
Estará en el salón y cada día le acariciará el sol que entre por la cristalera del balcón. Porque tendré un balcón de esos acristalados con visillos que dulcifican la luz. Un balcón donde tendré una mecedora y una mesita de té, aunque yo no beba té y el mejunje me resulte presuntuoso. Sobre la mesita siempre habrá un libro, una pluma, unas gafas y un bonito cuaderno donde seguir garabateando sueños.
Me gustaría decir que tendré una planta, pero no espero que la madurez me dote con el don de la jardinería y mis tiempos de asesina floral habrán pasado a la historia tras mil intentos infructuosos.
Frente al Chester estará la librería, en madera oscura. Pero no esa sucia mezcla negra-marrón de hipermercado del mueble sueco. No, será de roble o quizás caoba. Tendrá la nobleza de las letras que soporten sus estantes y guardará un hueco de honor para la vieja Hispano Olivetti que recataron para mí en un marche aux puces (siempre me gustó la sonoridad francesa para llamar a los mercadillos).
No faltará un tocadiscos donde me esperará Aznavour y La Bohème. Tampoco el café humeante en una bonita taza de loza. Ni la manta sobre el Chester para protegerme del frío de las tardes de invierno. Ni faltará mi pelo blanco, mis canas como mi mejor tesoro por haber vivido.
Y, tal vez, una foto en blanco y negro, que siempre resulta más elegantes que el obsceno color, en la que la sonrisa, al fin, sea real.
Café Literato 