El café de los martes

A las cinco en el Café Modesto, el plan semanal ineludible desde hacía más de veinte años con el que Marisa y Elvira escapaban de sus rutinarias y aburridas vidas de amas de casa. Apenas entraban por la puerta, Manolo, el camarero, dejaba sobre el mármol de la mesa más cercana al ventanal de la plaza, dos cafés hirviendo. A ellas nunca les había gustado el café demasiado caliente, pero la temperatura les permitía alargar la conversación y retrasar la vuelta a los quehaceres domésticos.

—¿Tú serías capaz de matar? —La pregunta sobresaltó a Marisa.

—¡Esta vez te has superado con el humor negro! —respondió entre carcajadas recordando el singular sentido del humor de su amiga, muy dada a hacer bromas, a veces demasiado pesadas.

—No te rías, la pregunta te la hago completamente en serio. —Marisa dejó de reír y observó la seriedad con la que le hablaba su amiga.

—¿Qué tipo de pregunta es esa, Elvira?

—Responde, tú solo responde. —La mirada de Elvira se perdió tras el ventanal, quizás siguiendo la pelota que los niños movían en un partido sin reglas ni tiempos.

Marisa tomó la taza entre sus manos con un gesto que bien podría ser reflexivo o tan solo una forma de calentarse las manos en una tarde fría como aquella. La pregunta volaba en su cabeza como la espada de Damocles siempre a punto de caer sobre ella.

—Quizás… —Dejó la respuesta en el aire.

—Eso es una canción, Marisa, ¿podrías hacerlo?

—¡Es que no lo sé, Elvira! —La taza golpeó el platillo con más fuerza de lo habitual—. Nunca lo he pensado y, la verdad, me estás poniendo un poquito nerviosa.

Elvira sonrió con un gesto amargo y volvió a su taza de café. Marisa la observaba con preocupación, nunca había visto a su amiga tan rara como en ese momento. La recordó en sus años alocados de juventud, tan lanzada, tan segura de sí misma, tan dispuesta a comerse el mundo. Una pena que el mundo se la comiera a ella.

—Piénsalo un segundo, matar sin más, sin un motivo aparente. —Elvira dirigió la mirada hacía Marisa que se revolvía incómoda en la silla—. Yo creía que no podría hacerlo, pero lo he hecho.

La taza que Marisa sostenía en sus manos voló directa al suelo describiendo una curva que quedó dibujada en el aire con el café que quedaba en su interior antes de chocar contra el suelo y romperse. Manolo, diligente y eficaz, corrió a desfacer el entuerto. Elvira volvió a perder la mirada tras la cristalera hasta que el camarero las dejó de nuevo solas no sin antes informar a Marisa de que le traería otro café, este por cuenta de casa.

—Una tila mejor, Manolo… Gracias. —La voz de Marisa sonó entrecortada.

Guardaron silencio, sepulcral e incómodo, mientras Manolo preparaba en la barra la tila y se la dejaba de nuevo sobre la mesa.

—Elvira, no sé qué te pasa, pero…

—Por primera vez en muchos años me siento viva, es paradójico, ¿no? —Marisa quiso intervenir, pero Elvira la paró con la mano. —Fue de repente, ella estaba allí tranquila sin darse cuenta de que yo la observaba. Se paseaba altanera, con su pelo dorado y sus ojos negros, segura de sí misma, encantada con lo que hacía. Por unos instantes pensé en dejarla marchar, pero un instinto animal se apoderó de mí, una fuerza que venía de mis entrañas y que me arrastraba hasta lo más bajo del ser humano.

Elvira volvió a sorber el café que empezaba a enfriarse más de la cuenta.

—No me vio acercarme, estaba al sol, tan pancha, diría que incluso feliz. Yo había cogido el bate de beisbol del niño que como siempre lo había dejado tirado en la cocina, pero mira que bien me vino. Salí con el bate y caminé hacia ella sin hacer ruido, sabía que si me sentía acabaría por huir y ese no era mi plan.

—Pero, Elvira, por Dios, dime que no hiciste una barbaridad.

—Claro que la hice, cuando ya estaba casi a su lado, una oleada de calor salvaje se adueñó de mi cuerpo y, no pude ni quise evitarlo, le lancé el bate una y otra vez, su sangre salpicó en todas direcciones.

—¡Dios bendito, Elvirita!

—Al final solo lanzó un chillido y se quedó quieta. Yo limpié el bate con el delantal y volví a casa.

—¿La dejaste allí, muerta, a plena luz del día? ¿Y si alguien te hubiera visto?

—No, nadie me vio. —Elvira tomó aire para terminar de contar su historia —. Desde la ventana de la cocina vi su cuerpo destrozado sobre la acera y me sentí bien, me sentí poderosa. Marisa, nunca me había sentido así.

—Elvira, tú sabes que yo te quiero mucho, pero tienes que hablar con la policía… podemos decir que fue en defensa propia, podemos decir que te atacó ella primero.

Marisa miraba nerviosa a su alrededor para asegurarse de que nadie hubiera escuchado la confesión de su amiga. Si no quería ir a la policía, ella la ayudaría, como siempre había hecho. Sería su secreto, otro más.

—Marisa, hija, mira que eres exagerada, no entiendo por qué tengo que ir a decirle a la policía que por fin maté la rata que rondaba mi cocina desde hacía meses.

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