El fondo del arroz

Colocó la sartén al fuego, echó un poco de aceite en el fondo y cuando estuvo lo bastante caliente añadió todo el sofrito que había picado un rato antes. Volcó un vaso de arroz y uno de agua siguiendo la receta perfectamente aprendida desde la infancia y bajó un poco el fuego para que el agua se consumiera despacio y no se pegara en el fondo.

Miró el reloj que adornaba la inmaculada pared de azulejos blanco-brillo. Apenas eran las dos, el arroz tenía que hacerse en veinte minutos, reposar diez y listo. Todo calculado al milímetro.

Como una autómata avanzó por el pasillo hasta el aseo y sentada sobre la taza, se puso a pensar. Le habían enseñado a hacer paella con la misma precisión con la que le habían diseñado la vida. El sonido de su propia orina cayendo sobre el agua del retrete, como si fuera una fuente de feng shui, la sumió en una reflexión nebulosa.

Enrolló más papel del aconsejable en su mano mientras su mente divagaba por el esquema vital que se había autoimpuesto después de años de enseñanzas. Estudia, pero no mucho, un secretariado está bien; no, ingeniera no, eso es de hombres; échate un novio con un buen trabajo, abogado quizás, que gane lo bastante y que te tenga como una reina en casa; cásate como Dios manda, un bodorrio por todo lo alto, tienes que ser la envidia de las vecinas; y los niños pronto, que las madres viejas no aguantan nada…

En el camino de vuelta a la cocina se paró frente al espejo. Por inercia se llevó las manos al vientre. Estaba seco, no había nada. Levantó los ojos desde aquel horno sin leña hasta la cara. Allí estaba, detrás de esa piel con alguna arruga extraviada. Todavía le costaba reconocerse, pero era ella, al fin y al cabo.

El tiempo se detuvo frente a la imagen de aquella mujer, tan desconocida y tan familiar a la vez. Por la superficie biselada del espejo pasaron todas las horas que había pasado maltratándose por no ser, por no servir. Se sonrió, hacía tiempo que se había reconciliado con ella y habían diseñado un nuevo itinerario, una nueva vida.

Volvió en sí con el olor a quemado que llegaba de la cocina. Corrió por el pasillo y apagó la vitrocerámica. Quitó la olla del fuego y lanzó el engrudo a la basura.

Empezó a reír. Las lágrimas y las carcajadas se mezclaban y volvió a agarrarse el vientre que ahora le dolía. Tuvo que sentarse en el suelo incapaz de controlarse.

Ni siquiera escuchó la puerta ni a su pareja acercarse a ella.

—Lola, ¿qué te pasa? —le preguntó desconcertado.

—Nada, —le respondió limpiándose las lágrimas y señalando el cubo de la basura— que al final tenían razón las malas lenguas, se me ha pasado el arroz.

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