Mi infancia son recuerdos de un barrio de Sevilla, otrora huerta, otrora campo de tiro.
Un camino adoquinado y una alfombra de blancas lágrimas de azahar que el naranjo derrama al llegar la primavera. Aroma a puchero y retazos de copa de cisco que alejan los últimos fríos del invierno que se marcha silencioso entre el suave murmullo que regalan en su trino los gorriones.
Mi juventud a tu lado, cobijada bajo el amparo de tus manos, amarrada a ellas.
Manos duras de trabajo. Manos amorosas de abuelos que enseñan las memorias viejas y nos convierten en guardianes del gran secreto de la ciudad. Manos protectoras de madre. Manos que abrigan al abrazo de un manto rojo de merced.
Hay en mis venas gotas de tu misma sangre.
El ADN forjado en el corazón de extramuros, arterias recorridas por trenes cargados de un amor loco que se atrevió a desafiar toda lógica porque no es amor si no se regala, si no se propaga su fe sencilla por el corazón de la vieja urbe.
Adoro la hermosura que refleja tu mirada.
Ojos que encierran la única verdad que nos guía atravesando la estela que van dejando tus pasos cuando solo, en tu paso, guías nuestro caminar, pues ya lo dijo el poeta, «caminante, no hay camino, se hace camino al andar».
Converso con ese hombre que siempre va conmigo, certero y rotundo en sus palabras.
No hay más camino, verdad ni vida que Tú que sobre las aguas de tu canastilla caminas sin vacilar, sin miedo ni abandono, tu barrio siempre detrás, que por el Tiro de Línea, Dios bajó del madero y caminó sobre la mar.
Y cuando llegue el día del último viaje, partiré en esa nave sin retorno que me llevará hasta un Lunes Santo eterno, desnuda de riquezas vanas, atada en el cíngulo de tu amor.
(Publicación original 29/03/2021 en El Foro Cofrade).