Paseaba por una calle de mi barrio despacio, con paso dubitativo y toper, la cabeza hacia abajo dejando tras de sí la sensación de que sólo estaba aquí en cuerpo porque su mente le había abandonado hacía ya bastante tiempo. No recuerdo haberlo visto antes por allí aunque, a veces, deambulo demasiado metida en mi misma.
Saludaba a todos los que se encontraba a su paso. Primero fue un hombre que paseaba con un pequeño perro negro, de esos sin raza concreta, un poco feuchos, pero que son capaces de regalar amor y ternura a su paso. Se subió a las piernas de nuestro paseante y lo saludó moviendo la cola efusivamente. Es posible que notara la soledad que transmitía su figura y quiso darle un segundo de tregua. Su dueño también era mayor, quizás fuera igual que el paseante o quizás mayor, quién sabe, pero su mente continuaba en la tierra, eso era seguro.
Después fue a un hombre que, sentado en un banco, miraba su teléfono móvil ajeno al mundo que lo rodeaba. Luego hablan de los millenials. Aquel hombre parecía metido en una burbuja en la que sólo estaba él y su aparato. El paseante lo saludó colocándole su mano sobre el hombro y sacándolo de su mundo. Levantó la cabeza extrañado y la volvió hasta que vió al paseante. Lo miró con un rostro extraño, al principio me pareció que sorprendido, luego me pareció que aquel tierno gesto de colocar una mano en el hombro le había molestado.
Una mujer que esperaba el autobús en la acera de enfrente contemplaba la escena sin demasiado interés, total sólo era un pobre viejo, un paseante que había molestado al señor que tranquilamente miraba su teléfono sentado en un banco a la sombra.
Sentí mucha pena.
Pasó por delante de una estatua que, paradójicamente, simbolizaba a un abuelo con su nieto pero, sin embargo, tan sólo su sombra lo acompañaba. Quizás sea triste llegar a viejo.