Me la encontré mientras descansaba con mi perro a la mitad de nuestra caminata. Era muy joven y tenía una larga melena pelirroja. Se sentó en el banco de al lado y me miró algo incómoda mientras yo acariciaba a mi mascota que se resistía a reemprender el paseo.
Capté su sutil indirecta y me levanté del banco mientras mi compañero remoloneaba para no seguir andando, lo suyo no es el ejercicio.
Salimos de aquella glorieta que huele a amor y desamor en cada una de las flores que lo adornan. Un ángel caído frente a la chica recordaba la tristeza del abandono mientras que un pequeño serafín saeteaba con sus juguetonas e inmisericordes flechas a tres damas de blanca tez marmórea.
La joven miró el reloj de su móvil nerviosa. Era muy temprano, quizás demasiado para que estuviera allí sola pero se notaba que esperaba a alguien y no quise ser testigo inoportuno. Me alejé tirando de mi cansado amigo que se resistía un poco. Caminé sin rumbo, como hago siempre, cambiando el camino al antojo de los semáforos en verde, con el paso tan ligero como mi pequeño compañero me dejaba. A la vuelta pasé de nuevo por la glorieta de las rimas y las leyendas, allí seguía ella, como si no hubiera pasado ni un minuto.
Me miró. Su piel blanca ahora estaba enrojecida. Limpió sus ojos y sus mejillas con un pañuelo y suspiró con fuerza. Miró hacia la cancela por la que un joven se alejaba sin echar la vista atrás, sin duda, era el final.
Volvió a mirar al busto del poeta. Asomó a sus ojos otra lágrima pero él ya no estaba, entre ellos nunca habría una frase de perdón. Quizás fue el orgullo o quizás fue miedo, la juventud nos hace demasiado vulnerables y algo cobardes cuando se trata de amores. Quizás algún día, cuando vuelvan a aquella glorieta, tal vez de la mano de nuevos amores, se pregunten cómo habrían sido sus vidas si no hubieran sido tan jóvenes, tan inexpertos y tan cobardes, por qué no hablaron más, por qué no lloraron, por qué acabó todo sin más…