Me los encontré en la capilla. Era viernes.
Como cada semana iba a mi encuentro con Él, esos minutos donde busco el silencio de su casa, un lugar donde sólo de siente el breve murmullo de un rezo, de unas peticiones y unas gracias.
Estaban en la escalera, hablaban alto, mucho para aquel sitio. Él iba un metro por delante de ella y se apresuró a colocarse a la altura de aquel talón que cada día recoge las plegarias de tantas y tantas personas que acuden a su encuentro. Muy sonriente puso su mano sobre el pie que asoma por el cristal y miró a ella que se había detenido a mitad de la escalera.
No tuve más remedio que detenerme tras ella.
Torpemente enfocaba con el móvil hacia el hombre que posaba con junto a la última Copa del Rey. Ella me sintió y se puso nerviosa, disparó y mostró el resultado a su compañero que insatisfecho con el resultado la instó para que disparara una vez más. Y así hasta cuatro veces, alguien que venía con ellos en su excursión subió al camerín y les metió prisa para continuar con su turística mañana.
No hubo rezo, ni una mirada cómplice. No hubo presignacion ni ella entró siquiera a depositar un breve beso. Salieron tan escandalosamente como habían entrado sin detenerse ni a pedir disculpas a mi y a todos los que, según habíamos ido llegando, esperábamos en la escalera a que terminara la sesión fotográfica.
Entré y me coloqué donde siempre, tras Él, pegada a la fría pared desde donde podía ver la puerta por la que los turistas se marchaban con grandes aspavientos, carcajadas y enseñando a todos su instantánea. No hubo despedida ni mirada atrás, era como si se movieran en una burbuja ajena a todo lo que se hacía a su alrededor.
Recordé a mi padre y a uno de los muchos refranes que hemos compartido de toda la vida, que pena no haberles recordado a los turistas que “allá donde fueres, haz lo que vieres”.
Café Literato 