Cruce de caminos XII: las bellotas

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No me la crucé, fui yo a verla. Sentada en su mecedora soportaba el peso de los recuerdos que le provocaban horribles dolores de piernas. Decía que todos los sufrimientos acababan saliendo en el cuerpo, por eso ella casi no podía andar, porque ya tuvo que andar mucho.
Con todo el peso de la memoria (histórica, pero de la que no interesa a ningún bando) recordaba que no tenían ni para comer y mucho menos para vestir. Las sábanas y los manteles, teñidos de azul, sirvieron para que su madre hiciera vestidos para ella y sus dos hermanos… aún quedaba por llegar algún hermano más. Cuando se acabaron las sábanas, vinieron los sacos de azúcar que, aunque bastos, eran de un tejido fino.
Y así cubrieron sus vergüenzas, las suyas y las de una sociedad en las que el único mal era ser pobre. En mi pueblo ser minero o jornalero, sin tierras, sin casas, sin nada para calentar el estómago, sin futuro.
Apañaban bellotas, subiéndose a los árboles y las vendían para las bestias, para las de los hombres y para las de los bestias que los habían llevado a ese punto. O tal vez sirvieran para hacer un guiso, sin chicha, sin limoná… sólo bellotas, esas que hoy engordan a un futuro manjar tan limpio como las conciencias de muchos. Y así hasta que te cogía el dueño de las encinas o hasta que se partían las ramas y acababas con las dos muñecas rotas… como su padre.
Dicen que el hambre agudiza el ingenio, aunque allí lo tenían más agudo los que llevaban el estómago lleno porque, quién más o quién menos, acabó vendiendo el menaje de hogar a cambio de nada: una vajilla de china por un huevo, una mesilla de noche por cuatro… hasta que en unas casas sólo quedaron paredes y, en otras, menaje y huevos… los de las gallinas y los propios para desvalijar a una vecina por la mañana, santiguarse en la Iglesia por la tarde y dormir a pierna suelta por la noche. Total los muros eran gordos y no se oían los llantos de los niños que se acostaban como se habían levantado, sin nada que llevarse a la boca.
Acababas por perder la vergüenza, o la dignidad, o el orgullo… mendigando por cortijos, total eras un vencido, aunque nunca hubieras sabido qué era aquello del rojo, del azul, de reyes, de bombas. Eras un paria, sin cultura, sin derechos, sin vida… tristes sombras y despojos. Desde la cuna hasta la tumba.
Y así siguió la vida, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. Con gallinas que, si se descarriaban por la calle, desaparecían para el puchero y aquí “tos callaos” que por menos se acababa en el cuartel si tenías suerte o en el paredón si había inquina. Porque por mucho que digan, la guerra no fue lo peor, ni fueron las ideas. Algo tan español como la envidia no podía menos que volver a salir, como una nueva Inquisición, como una nueva forma de tener bienes… que si la finca del vecino me convenía, ¿qué importaba lo demás?
Después los hijos, Alemania, la viudez… la vejez. Y al final, todo sale, por eso las piernas ya no le responden.

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