Cruce de Caminos XIII: El Graffiti

Me lo crucé en la autovía. La ventaja de ser copiloto en la mayoría de los viajes es que me permite convertirme en toda una voyeur tanto del paisaje como de los demás coches que pasan por mi lado como en una burbuja en la que nadie puede verlos. Os sorprenderían las cosas que podemos llegar a hacer cuando vamos dentro de un coche.

Lo ví delante del graffiti con el que habían adornado la parte inferior de un paso elevado sobre la carretera.

Estaba haciéndole una foto quién sabe si para sus redes sociales. En medio de la carretera. Había bajado de su moto, la había dejado en el arcén y se había colocado allí, tranquilamente, con su smartphone. Pero no se había quitado el casco, hombre precavido. Mi coche pasó de largo y lo dejé allí, en plena curva de una incorporación a la A-49 donde, si venía algún coche, no lo vería en sus labores artísticas. Sentí miedo ajeno. Nunca he llegado a entender cómo alguien se pone en peligro por una foto y más por una de un graffiti que no tenía nada de extraordinario, unas burdas letras con el nombre ininteligible de su autor.

Serán las cosas del postureo, que nos provoca un estado de gilipollez permanente y no vemos los peligros. Ninguno. Ni siquiera de que nos lleve por delante un coche que, en una curva de incorporación, ni ve ni siente nuestra presencia, como si fueramos la famosa niña de la curva, esa que, fantasmagórica, se aparecía en una curva, una noche cerrada (tal vez lluviosa, tal vez nubosa) y mataba al pobre conductor de un susto.

Lo dejé allí, esperando que no tuviera que repetir demasiadas veces la instantánea aunque quién sabe si, quizás, estuviera allí esperando a volverse etéreo, ser un fantasma…o tal vez ya lo era y se me apareció a mi sin mucho éxito, siempre le he tenido más miedo a los vivos que a los muertos.