Me la encontré en la Alameda, en ese rincón que va a dar al cine y que tiene pinceladas de otros tiempos.
Se sentó en el mismo bar que yo y sacó un pastillero de plástico desgastado quizás por la mala calidad o quizás por el uso.
Venía acompañada de su carro de la compra aunque, tal vez, la compra fuera escasa, cosas de los mayores. Pero seguro que le servía como andador, los años y los agujeros de Sevilla no ayudan.
Escondía en su falda una bolsa de farmacia, de esas pequeñas que sirven para poco. Jugaba con ella entre sus manos como con un tesoro que no quería que le quitaran y miraba a todos lados esperando a que el camarero no la viera.
Despertó mi interés. Es curioso como las personas mayores y los niños desarrollan esa capacidad de disimulo cuando saben que lo que hacen no está del todo bien (o sí, como cuando de pequeños nos daban la moneda de 500 ptas como si fueran traficantes…y lo eran, de sueños).
Metía la mano nerviosa en la bolsa, miraba y remiraba…hasta que por fin, tiró un pequeño puñado de migas de pan a su izquierda. Sonreí…y eso que nunca me gustó que le dieran de comer a las palomas (salvo en los parques).
No hubo revuelo. Sólo una paloma se acercó a ella, disimulada, como su benefactora. Sigilosa, como compradora de aquella traficante de mendrugos a la que ya conocía el modus operandi. No había que levantar sospechas. La paloma picoteó el pan que la anciana le ofreció hasta no dejar rastro del delito…ninguna paloma más se acercó…
Estaba claro que eran cómplices de tan entrañable fechoría y que conocían al dedillo las costumbres de cada una porque, en cuanto la Señora se levantó de la mesa, la paloma comenzó a volar y se marchó.
No se despidieron, no quedaron para otro día, para los amigos de verdad, no hace falta adiós ni agenda…siempre saben cuándo deben acudir.