El día que el Sr. Olegario recogió la carta de jubilación, un rumor de sollozos se escuchó desde la sección F. Aquellos eran pasillos solitarios de Biblioteca, visitados sólo por el Sr. Olegario que pasaba horas colocando con mimo los viejos tomos; quizás por eso nadie prestó atención ni a los gemidos de la sección F ni a los pesados pasos del anciano bibliotecario al abandonar la que había sido su casa desde que era un niño.
El día después de la jubilación del Sr. Olegario, un susurro de pasos se oyó desde la sección F. Ni trabajadores ni lectores lo oyeron, ajetreados, estresados, embebidos en lecturas novedosas. Tampoco lo escucharon al día siguiente ni al otro ni siquiera al que le siguió. Sólo después de algunas semanas comenzaron a notar que las viejas cañerías del edificio centenario necesitaban una seria intervención. Meses después de la jubilación del Sr. Olegario, nadie había visto el polvo que se acumulaba en los huecos vacíos de la sección F.
El día que se jubiló, el Sr. Olegario volvió por última vez a la sección F. Era un viejo sentimental al que tomarían por loco si lo vieran despedirse de aquellos volúmenes olvidados por el tiempo y las personas. Mientras sus cansados pasos cruzaban por última vez la puerta de la Biblioteca, escuchó los sollozos desde sus amadas estanterías pero no pudo volver atrás.
El día después de su jubilación, un leve toc toc se escuchó en casa del Sr. Olegario. Era un día gris plomizo y gruesos goterones golpeaban los cristales. El toc toc repitió con intensidad mientras la lluvia remitía al otro lado de las ventanas. El Sr. Olegario pensó entonces que debían estar llamando a su puerta pero no encontró a nadie al otro lado de la mirilla.
Un nuevo toc toc le sorprendió mientras se servía una taza de humeante café con el que pretendía dar calor a su corazón roto. Abrió sin prestar atención a la mirilla y junto a sus pies, un pequeño volúmen tiritaba con sus hojas empapadas por la lluvia. Con el mismo mimo con el que retiraba el polvo de su cubierta en la sección F, lo cogió y lo dejó reposar en la banqueta junto a la chimenea, ni muy cerca, para que no se tostaran sus páginas, ni muy lejos, para que no se pegara la tinta y lo convirtieran en un adorno sin vida.
Al día siguiente, un nuevo toc toc lo sorprendió mientras comprobaba los avances en la curación de su pequeño amigo. Y el toc toc se repitió al día siguiente y al otro. Durante meses un suave toc toc avisaba al Sr. Olegario de que tenía visita y que, como siempre, venía para quedarse.
Un año después de la jubilación del Sr. Olegario, la sección F de la Biblioteca tuvo que cerrar. Nadie supo explicar cómo habían sido robados centenares de libros a los que jamás se les prestaba atención.
Un año después de su jubilación, el Sr. Olegario se mudó a una casa más grande repleta de nobles estanterías de madera y mullidas alfombras donde pasar horas y horas de lectura en su honorable Club de los Libros Abandonados.