Aquella mañana, como todas desde que dejé de ser una larva, la Reina Madre nos mandó salir al exterior. La excusa de aquel día era que en el parque Monceau se celebraba el Festival del Pan pero la realidad era que, si no salíamos, la Reina nos mandaba encadenar, una tras otra, en eterna hilera y nos hacía cabar túneles eternos que, en muchas ocasiones, no llegaban a ninguna parte.
A pesar de la crueldad de la Reina, lo cierto era que nuestras reservas para el invierno no eran las esperadas y si no conseguíamos llenar los almacenes, muchas hermanas morirían durante los días fríos, quién sabe si yo misma. Así que, no tuve más remedio, salí al exterior en busca de nuestro tesoro.Junto a la parada de la línea S del autobús, una larga fila de humanos se impacientaba, nunca he entendido por qué no andan, miradnos a nosotras, siempre correteando.
Justo cuando pasaba junto al señor de cuello largo, su sombrero cayó sobre mí. La oscuridad me invadió y me sentí como en el interior de nuestros túneles donde la luz no llega y tenemos que orientarnos con nuestras antenas. Lo oí discutir mientras recogía el sombrero con furia y a mí con él, había intentado huir pero mis patitas se habían enredado en el trenzado de la cinta. En un instante, toda mi vida pasó ante mis ojos: una tierna larva, una hormiguita revolucionaria, mi primer trabajo…era el final. Cientos de peligrosos pies me habían acechado y había salido ilesa a sprays silbantes pero hoy, en aquella fila del autobús, mis días habían acabado.
Conseguí liberarme pero ya estaba lejos de mi colonia. En ese momento, envidié como nunca las alas de mi Reina.