Sentía verdadera fascinación, movía el interruptor arriba y abajo, suave, despacio. No me importaban los gritos de la familia al ver la luz encenderse y apagarse con el rítmico sube y baja del conmutador, mis cinco sentidos se concentraban en la hipnótica y excitante tarea de mover cadenciosamente aquella palanquita.
Mis padres lo intentaron todo para curar mi manía. El psicólogo habló de complejos de Edipo y parafilias pero, a pesar de los billetes que, semana tras semana, dejaban sobre la mesa del especialista, cada tarde repetía la misma rutina. Subía corriendo los tres pisos que separaban mi casa de la calle; tiraba la mochila sobre el sofá mientras mi madre me chillaba desde la cocina para que la recogiera; me acercaba al interruptor que devolvía mi reflejo en su superficie cromada, lo besaba y, mientras el vaho de mi aliento iba desapareciendo, comenzaba a moverlo, arriba y abajo, suave.
Creyeron que habían ganado el día que el electricista cambió los interruptores de la casa, pero para entonces, ya tenía mucha fama entre las mujeres del barrio.
(Relato para El Bic Naranja del 26/04/2019).