Aquel aniversario tenía preparada una verdadera pasión de gavilanes con una velada romántica de luz de luna que nos hiciera recuperar la sensación de vivir.
Comimos y bebimos. El burbujeo del cava nos animó tanto que, por un momento, parecíamos dos adolescentes al salir de clase. Cogidos de la mano, salimos rumbo a nuestro coche fantástico, tan nuevo y tan reluciente que mi marido se creyó Pedro Bello y pisó el acelerador como en una carrera de los autos locos.
Pronto, las mariposas comenzaron a revolotear en mi estómago. Vi el hotel que tenía reservado pasar por mi ventanilla y quedarse atrás mientras mis tripas cantaban una canción triste de Hill Street.
Llegamos a casa recordando aquellos maravillosos años en los que podíamos pasar la noche entera de fiesta y luego buscar una farmacia de guardia por toda la ciudad para no acabar siendo padres forzosos. Pero ya no éramos jóvenes y nuestras tripas se marcaron la teoría del Big Bang mientras corríamos por el pasillo en dirección a nuestro único cuarto de baño entre codazos y zancadillas por ver quién sería el ganador del juego de tronos.
一La culpa fue de las ostras -nos dijo muy serio el médico de urgencias cuando, creyendo que acabaríamos a dos metros bajo tierra, fuimos hasta el Hospital Central.
Dos botes de suero y uno de primperán después, salimos por la puerta del centro médico con la cara pálida y ojeras moradas sintiendo como la gente nos miraba como a los zombies de Walking Dead.
Volvimos a casa pensando que Lucifer se había puesto en nuestra contra, nos pusimos nuestros pijamas y, con un casto beso en la frente, nos fuimos a dormir. Por este año, nuestro aniversario había llegado a su capítulo final.