Cuando se abrió la puerta del ascensor, el dinosaurio sostenía la daga en sus pequeñas manos y, a sus pies, reposaba el cuerpo del conserje sobre un charco de sangre. La mirada del animal escondía un «esto no es lo que parece» mientras de entre sus afilados dientes salía un gruñido lastimero.
Los ojos del técnico no daban crédito. Miró a todos lados pero ningún vecino había salido a curiosear cómo hacía la reparación. Sólo había recibido un aviso en la centralita a través del propio panel de control del ascensor y ahora se encontraba allí, intentando descubrir si la escena era real o si seguía bajo los efectos de su marihuana terapéutica.
Rascándose la cabeza pensativo, volvió a cerrar la puerta del ascensor. Cogió su caja de herramientas y volvió a casa donde un cigarrillo se había quedado esperándolo sobre el cenicero.
La señora del octavo nunca más pudo bajar de su casa. Sólo el portero la visitaba por lo que nadie la echó de menos. Tampoco se enteró que había desaparecido el T-Rex del Museo de Cera, ya nadie subía a leerle el periódico.