Vía Dolorosa I

Amanece que no es poco. La ciudad está latente, el acompasado sonar de sus latidos resuena dentro de mí. La mañana se ha abierto con un tímido sol que se refleja en la vieja piedra del adoquinado o, al menos, eso imagino desde la pequeña ventana que tan sólo me devuelve el reflejo de un asfalto feo, negro y mojado, casi como una mala metáfora de la desolación del alma. 

El azahar ya no nos acompaña. Creímos que había nacido demasiado pronto, pobres ilusos, nació cuando tenía que nacer y, como un presagio blanco y marchito, se fue dejando una alfombra de tristeza por las calles vacías. ¿Recordáis ahora su olor? ¿Lo sentís? Nunca dudéis que llega cuando tiene que llegar y se va cuando se tiene que ir. 

El sabor del pan nuestro de cada día viene envuelto en miel. Los peces del sermón de la montaña saben a bacalao frito. El vino habla de última cena. El aire trae aromas de madera y bergamota, de metal, de saco y de cera. 

Entre las cuatro paredes de mi hogareña cárcel, suena “Al Señor de Sevilla” y su imagen me acompaña desde un rinconcito de la mesa que me sirve de oficina. No por repetida, la imagen deja de ser dura. Siento como mi cuerpo es el madero, pesado y triste, que carga entre sus manos. Qué paradoja. En lugar de tomar mi cruz y seguirlo, soy yo la cruz que lleva. Me sostiene y me abraza. Me salva. Una vez más. 

No por sabida y comprendida, la pérdida deja de ser dura. No por racional, se deja de tener alma. No por ser lógico, deja de doler. No por intentar ser fuerte, se deja de caer una…tres…o mil veces. No porque salga el sol, el pozo deja de ser oscuro. 

Es viernes de Dolores. Soñemos. Esperemos. Recemos.

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