Vuelve la cuesta arriba a esta vía dolorosa. Los miércoles siempre fueron días especiales en el ritual personal de la Semana Santa. Todo se está cumpliendo.
Día torero de luz y barrio viejo, donde pedir salud en el refugio del arrabal que fue, y que hoy volvería a ser, soñando con sones decorados con boinas y lirios salpicados en los claveles de la memoria. Espejo de mis mayores. Chicuelinas de artillería, verónicas de reja y adoquines. Seguro que hoy estamos contigo en el paraíso.
Capotes por naturales y clarines de duelo. Jesús ha muerto. María, ahí tienes a tu hijo. Acoge con piedad su cuerpo a porta gayola endulzando el sufrimiento con caridad de tu espíritu, la tabla a la que agarrarnos en estos duros días que se avecinan y a los que, Padre, hoy encomendamos nuestro espíritu.
Muleta ondeada en el mar que, aunque negado tres veces, el estoque clava su inmisericorde punta de lanza en el costado de una ciudad que sigue soñando lo que pudo ser. Pero no ha sido. Como tampoco será la plaza ni la calle ni el mercado, ¿por qué nos has abandonado?
Día de rogar el agua que fluye como un río de capas blancas que arrastran el consuelo de una madre justo hasta donde, hoy, más falta hace. Tengo sed. Agua para el enfermo, plegaria de buen final, comunión de pan de vida.
Es miércoles. Santo. Perdónanos, Padre, no sabemos lo que hacemos.