Hay un grillo debajo de mi ventana.
Debe estar un poco despistado porque ha ido a recalar en un mar adoquinado de hormigón sin más verde que el de la única puerta que da a esta calle. Tan sólo hay un par de macetas en el bajo del bloque de enfrente, pero se le oye cantar tan cerca que sé que no se ha colado en ninguna de las pilistras.
No es fácil escuchar grillos en Sevilla. Como mucho puedes volverte loco con las chicharras que, desde muy temprano, nos recuerdan que hace calor. Mucho calor. Tanta calor que el canto de estos bichejos es capaz de callar el ruido de los coches. Pero grillos, pocos.
En mi pueblo sí que suenan. Los grillos son unos seres que disfrutan dando conciertos y mi abuela disfruta teniendo arriates bajo las ventanas de los dormitorios así que, más de una noche, he padecido las insistentes serenatas que ofrecían y, con los ojos abiertos, he contemplado el trocito de cielo que se abría sobre mi cabeza por la ventana, acompañando sus cánticos con perseidas gracias a la escasa contaminación lumínica.
Cuando los grillos enmudecían, era la hora del gallo. Ahora se escuchan lejanos porque las huertas que había al lado de casa han dejado paso a casas unifamiliares donde, como mucho, puede haber un perro, un gato o algún pájaro (quizás un jilguero). Cuando canta el gallo, el cielo ha empezado a perder su negrura aunque todavía quedan horas para que claree. Ya lo dice el refrán “a la una canta el gallo, a las dos la cotolía, a las tres el ruiseñor y a las cuatro, ya es de día”.
Pero no es aún de día cuando el canto del gallo es sustituido por el rebuzno del burro -que suele estar roneando a alguna burra cercana-. En mi pueblo aún quedan burros y los chiquillos los lucen en la romería.
Un poco más lejos de mi casa, está “Cantarranas” que ya os podréis imaginar de dónde le viene el nombre, pero el croar de los simpáticos animalitos verdes no llega hasta mi ventana.
Las sinfonías nocturnas son de las mejores cosas que tiene la vida estival en el pueblo (y que, por suerte, no compiten en horarios con el tuntumpa en los coches a toda leche). Eso y el olor de las higueras cuando vas pasando por las huertas que aún quedan dentro del pueblo o en su periferia, sobre todo a primera hora, cuando la rociá todavía está fresca.
Peligra la música animal también en mi pueblo, no puedo negarlo. La naturaleza se va alejando del casco urbano y los sonidos se van apagando. Una verdadera tragedia que hace que disfrutar de ellos sea más importante que nunca. Odiseo se libró de la maldición del canto de las sirenas en su vuelta a Ítaca. Yo no pienso amarrarme a ningún mástil para no dejarme llevar por el grillo, el gallo y el burro porque, si no es el paraíso, debe parecerse mucho.