No soportamos ver llorar.
Disculpen el atrevimiento de fotografiarme de esa guisa, ¿y si les dijera que lloraba de alegría? Pues no hay más verdad que esa, acababa de pasarme algo jodidamente bueno que había desatado una tormenta en mí y quería que mi gente me dijera aquello de «mira que eres tonta, si tenías que estar feliz»…
Y lo estaba, lo juro. Pero llorar no es lo contrario de ser feliz. Llorar es abrir una vía por la que el huracán que llevas dentro sale. Sí, sé que me diréis que no hay huracanes buenos, pero permitidme las metáforas que para eso sigo jugando a ser escritora.
Lloro mucho. Quizás por eso ya no cantó, porque en dos estrofas se me encoge el estómago y la garganta hasta que las lágrimas ocupan el pentagrama. Quizás por eso me tengo que salir de algunos sitios porque, simplemente, he vuelto a algo que me hace feliz. Quizás por eso lloro en mitad de la calle por haber visto una foto que me atraviesa.
No sé si siempre he llorado así. Ahora lo hago con constancia, como todo en mi vida. No sé si es secuela de mis depresiones. No sé si se irá o si se quedará en mi como la tinta de los tatuajes que llevo. Tampoco me molesta, salvo excepciones, son pocos minutos y luego todo vuelve a su sitio… Todo menos el color de mis ojos, que tiene un verde precioso después de llorar.
Ya no me escondo para llorar. Sé que los demás no lo llevan bien, no soportamos ver llorar a otros quizás porque no soportamos vernos llorar a nosotros mismos. Pero no puedo esconderme cada vez que asoman las lágrimas, ya me escondo mucho por otras cosas.