Plaza de los Carros

Lo primero que se aprende en el Jueves es a reconocer a la fauna que deambula entre la quincalla. 

Los días que el insomnio te lanza a la calle con las primeras luces, puedes encontrarte con aficionados a las antigüedades que saben que las primeras horas son las mejores; a medida que avanza la mañana, los jubilados hacen su aparición junto con las amas de casa del barrio que arrastran sus carros de la compra hasta el cercano mercado y los carteristas que llegan con la esperanza de que algún incauto turista recorra el mercadillo sin prestar atención a sus mochilas. 

Modernos con llamativas camisas vintage; sevillanos de pro que no quieren ver morir el mercado ambulante más antiguo de la ciudad; y cazatesoros, esos visitantes que escarban entre los montones en busca de un recuerdo que oculte una historia. Entre estos últimos creo que me encuentro yo.

Durante los largos días en los que estuve desempleado, las visitas al Jueves se convirtieron en el oasis de la rutinaria vida de parado reducida a buscar en portales de empleo, enviar curriculums y, si la suerte llamaba a la puerta, hacer entrevistas. Pero el cuarto día de la semana era distinto.

Desde temprano deambulaba por calles somnolientas sin más compañía que la música que sonaba por los auriculares marcando el ritmo de la caminata. Disfrutaba del frescor que precede al amanecer y dejaba que mis pasos me guiaran sin rumbo claro hasta el primer puerto con forma de bar donde tomar un café. Después retomaba el camino hasta el cruce de la calle Feria con Castellar donde mis sentidos de cazador de tesoros se activaban al divisar las primeras mesas plegables cargadas de viejos cachivaches.

En los tenderetes de la plaza de los Carros me entretenía poco, ni mi interés ni mi dinero daban para hacerme con alguno de esos Niños Jesús con sus trajecitos cargados de encajes dorados ni con restos de azulejos que podrían contar las historias de esta ciudad si fuera verdad aquello de que las paredes escuchan.

Lo mío era mucho más fútil. Una foto, una postal, una vieja lata de chocolate soluble, un vinilo, un libro… cualquier objeto sin importancia en apariencia, pero cargado con un magnetismo que me atrajera convirtiéndome en un mosquito ante una farola encendida y que me hacía revolotear sobre el puesto.

Lo segundo que se aprende es a regatear. Eso no fue un gran problema para un tipo como yo, acostumbrado a llevar en la cartera más telas de araña que dinero.

La táctica más habitual era coger el objeto en cuestión y observarlo desde todos sus ángulos hasta que el vendedor notaba tu interés. En ese momento se acercaba a ti recordándote que todo era barato y que no cobraba por preguntar a lo que tú, simplemente, sonríes para no desvelarle si eres fauna autóctona o incauto forastero. El quincallero volvía a la otra punta del puesto donde alguien había repetido el ritual, pero no te pierde de vista, mirándote de reojo hasta que lanzas un contundente “cuánto”. Después de decirte el precio mirabas alternativamente al vendedor y la cartera poniendo cara de pena.

一Amigo, pues solo tengo esto 一Sin quitar tu cara de cordero degollado, enseñas la palma de tu mano.

一Que va, no puedo dejártelo a eso, ¡si ya el precio que te he dicho es una ganga! Imposible, amigo. Mira, yo me he levantado hoy a las cinco de la mañana, casi he colocado yo las calles 一Aquí siempre hacían una pausa dramática para convencerte一 A las siete ya estaba aquí para coger un buen sitio, son muchas horas de trabajo, no puedo rebajarlo más.

Ese era el momento cumbre de la negociación, el órdago a la grande, el instante en el que volvías a dejar el cachivache sobre la mesa y te dabas la vuelta para irte. Justo en ese segundo tenias el cincuenta por ciento de posibilidades de triunfar, como una moneda lanzada al aire, podía salirte cruz y que el tipo se quedara en silencio o que te llamara para aceptar tu oferta si en la moneda salía cara.

Justo así llegó a mí aquella maleta. Apoyada sobre la pata de una mesa de playa llamó mi atención desde el momento en que la ví. Recordé que mi abuelo llevaba una igual cuando venía del pueblo, pero un día desapareció, la maleta, claro, mi abuelo aún tardó algunos años en desaparecer. Quizás acabó en el contenedor rota de tanto uso o, quién sabe, quizás fue mi madre la que acabó por deshacerse de ella junto con el resto de chismes inservibles, según ella, con los que cargaba mi abuelo.

La observé manteniendo aún la distancia, parecía que el tiempo se había portado bien con ella. Como atraído por un hilo invisible que tiraba de mí, me acerqué al tenderete y me recreé en los detalles. Apenas un par de arañazos cruzaban la piel; el correaje tenía señales de óxido, pero se mantenía firme; y la cerradura no parecía, a simple vista, estar dañada.

Recordándome que no necesitaba para nada aquella maleta, retomé mi paseo por el Jueves, aunque por el rabillo del ojo no le perdí la pista. Nadie reparaba en ella, tenía la impresión de que solo yo podía verla.

Me tomé mi tiempo hasta regresar al puesto. El mediodía hacía ya un buen rato que había sonado en las campanas de la collación y el sol apremiaba a hacer las últimas compras para volver al amparo de la sombra y el ventilador.

A medida que me acercaba, el corazón iba acelerando su ritmo hasta desbocarse en un latido frenético justo cuando me detuve ante la maleta. Quizás fue en ese preciso instante en el que cruzó por mi mente la idea absurda de que aquella era la maleta de mi abuelo que volvía a mí de la forma más absurda.

Cogí la maleta del suelo. Era extrañamente pesada. Tanteé cuánto dinero quedaba en mi bolsillo y lancé una puja como si estuviera en una lujosa galería de arte de Nueva York en lugar de sudando la gota gorda en un mercadillo de Sevilla. El vendedor me observó mientras pasaba por su frente un pañuelo que había vivido momentos mejores para, un segundo después, negar con la cabeza.

一Que va, muchacho, por ese dinero no puedo darte ni el asa… ¿Tú has visto qué maleta, la piel,…? Además, va llena, no sé qué habrá dentro porque no tengo la llave, así que la sorpresa que puede haber dentro vale más de lo que me das.

Devolví la maleta al suelo, me despedí de ella con la mirada como habría hecho con el fantasma de mi abuelo y me di la vuelta con la firme intención de hacerme fuerte en la barra de Vizcaíno, mi capital no me daba para la maleta, pero podría olvidar el fracaso remojándolo con cerveza.

Estaba a un solo paso de cruzar la puerta del bar cuando el insistente siseo del vendedor me detuvo. No me giré hasta que no lo escuché llamarme con claridad.

Desanduve mis pasos y encaré al tipo que había cambiado su mirada de desafiante a cordero degollado… nunca había visto uno, pero seguro que era así.

一Mira, me has caído bien y no tengo ganas de cargar con la maleta para casa, mi mujer lleva meses diciéndome que no le da buena espina. Llévatela.

Con un gesto de soberbio triunfo le di el dinero al hombre y agarré la maleta. Por suerte había reservado algunas monedas para la cerveza de rigor.

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