Todavía me parecía mentira haber podido comprar la casa de mis sueños si es que alguna vez soñé con alguna. Había tenido que morirse mi padre, el último eslabón que me enganchaba a la cordura y seguir sin noticias de mi madre, para que, con el poco dinero que me dejó el viejo de herencia, pudiera hacerme con ella. Antes había dilapidado mi honorable sueldo de plumilla de salón en caprichos como ropa y comida sin ahorrar ni un mísero euro para un futuro en el que ni creía ni esperaba.
Estaba bien situada en uno de esos barrios que te permitía ir a todos lados en el coche de San Fernando, un ratito a pie y un ratito andando. Era de esperar que alguien de mi nivel no tuviera coche, lo que no era tan habitual es que padeciera una alergia horrible a los transportes públicos y a sus olores a humanidad y falta de jabón. Así que allí estaba yo, un pobre, pero esnob, proyecto de escritor en una casa adosada con dos plantas y jardín delantero.
La vivienda tenía demasiados metros para mí, pero no para las pilas de libros que amenazaban con caerse en cada rincón de mi habitación alquilada. Además, estaba en una esquina que me garantizaba no morir de calor en verano gracias a la corriente, aún me quedaban unos meses para comprobarlo, pero eso fue lo que me juró el vendedor y yo siempre había creído a pies juntillas lo que me contaban los entusiasmados comerciales que querían a la comisión más que a su propia vida.
Por poner un pero, la casa vecina era carne de okupación. Quizás aquel esperpento abandonado y sucio fuera la razón del precio tan rebajado de mi casa. Aquellas persianas a media asta dejaban ver cristales rotos por los que pájaros y murciélagos se colaban impunemente. En el patio delantero hojas, cartas y catálogos publicitarios habían creado una alfombra compacta con la ayuda del agua que de vez en cuando descargaba el cielo o la que, con puntualidad británica, descargaba el servicio de limpieza municipal sobre el acerado.
Me mudé en agosto, mes en el que los becarios tomaban las riendas del periódico en el que invertía mi tiempo para poder afrontar el mal vicio de pagar facturas. Durante esos días me dedicaba, desde hacía años, invariablemente, a beber sin control y escribir un proyecto de novela que tendría que sacarme de la pobreza. Al final siempre hacía más de lo primero que de lo segundo.
Las primeras noches acababa tan cansado y borracho que caía sobre el colchón, desnudos los dos, mientras el ventilador de techo daba vueltas moviendo el aire viciado por el sudor y los vapores de los productos de limpieza. Fue al séptimo día, cuando lo escuché por primera vez.
Según el libro santo, ese día debería haber descansado y lo hice, vaya si lo hice. Entrelacé mis dedos al cuello de una botella y le dediqué mis horas a ella y a unas cuantas amigas que me presentó. Lo achaqué a la monumental cogorza y lo dejé pasar. Pasé las horas del día siguiente lamentándome y vomitando, no siempre en ese orden. Quizás fuera en uno de los momentos en los que mi cabeza se encontraba inspeccionando el interior de la taza del váter cuando aquel sonido insulso, pero machacón, volvió a colarse por mis oídos.
Me recordó a una vieja caja de música que tenía mi madre en su mesita de noche en la que una bailarina giraba al compás de una canción de cuna que sonaba al darle cuerda. La cajita desapareció sin dejar rastro el mismo día que mi madre. Al principio eché de menos a ambas, luego solo a la caja de música y, al final, casi olvidé que alguna vez habían existido.
No sé en qué momento me venció el sueño, pero desperté sobresaltado y desorientado en mitad de la noche. Cuando mis oídos se hicieron al agobiante silencio nocturno, volví a escuchar la caja de música. En la noche, aquella nana se volvía siniestra.
No pude evitar salir de la cama. Como una rata manejada por el flautista de Hammelin, la música me llevó hasta la casa vecina. Entré sin esfuerzo al patio, con solo empujar la cancela exterior esta cedió con un agudo chirrido. El portón de madera me deparó la misma suerte y, cuando quise darme cuenta, estaba deambulando por el interior.
Recorrí el salón observando cada detalle. Y después avancé hasta la cocina. Dos copas con restos que debieron ser de vino y un cuchillo sucio reposaban sobre la encimera. El cristal de una de ellas conservaba huellas de labios que habían lucido un carmín de un tono granate, tan intenso que cualquiera se habría dejado llevar por cuentos de vampiros.
El cuchillo compartía el mismo color sobre su hoja. Lo cogí atraído por el brillo del acero. Rocé la zona manchada. Para mi sorpresa no estaba seca y mis dedos quedaron pegajosos. Me acerqué los restos a la nariz y el inconfundible olor ferroso de la sangre me espantó.
Solté el cuchillo como si me hubiera dado calambre. Sobre la encimera gruesos goterones de sangre dibujaban un cuadro abstracto. Giré mi cuerpo sin mover los pies de la losa en la que se habían quedado clavados, aunque no acababa de saber qué esperaba encontrar. En ese momento fui consciente de que el corazón latía tan fuerte que llegaba a doler y la respiración se me cortaba.
No había nada más que yo y el cuchillo en la cocina, pero en la planta superior la música seguía sonando. Subí la escalera sintiendo bajo los pies el crujido de la madera que recubría cada escalón.
Frente a la escalera, la puerta del baño me recibió abierta de par en par. Asomé la cabeza para comprobar si había alguien en la bañera, pero solo unas cucarachas me dieron las buenas noches corriendo espantadas en su interior.
Continué por el pasillo. A mi izquierda, un cuarto de plancha y costura con montones de ropa apilados en perfecto orden. Mi madre había sido costurera y tenía un cuarto como aquel para trabajar; en ese momento pude recordarla sentada delante de su máquina SINGER, con las gafas apoyadas en la punta de la nariz y el metro rodeando su cuello.
A la derecha, una habitación infantil detenida en el tiempo, tan parecida a la mía que un escalofrío recorrió mi espalda al ver sobre la cama deshecha un oso de peluche como el que me acompañaba cada noche a la hora de dormir. Lo cogí entre mis manos con el mismo cuidado con el que se coge el cristal de murano. Sus ojillos de plástico se clavaron en los míos con la dureza de un puñal y sentí que me lanzaba reproches por el abandono. Lo devolví a la cama. Dediqué unos segundos a observar cada coche de juguete, cada soldado, cada pelota olvidada en el suelo para convencerme de que aquella no era el cuarto en el que pasé tantas horas en mi niñez, pero cada vez me resultaba más difícil porque descubría arañazos y magulladuras de los que podía contar en qué momento exacto de mi vida y mis juegos se hicieron.
El sudor comenzó a resbalar por mis sienes. No podía ser cierto, la casa donde me crié estaba al otro lado de la ciudad, en un barrio mucho más humilde y mucho menos ruidoso. Con cada nueva coincidencia mi corazón aceleraba su ritmo un par de kilómetros hora. Salí de aquella habitación antes de que acabara colapsando.
Avancé por el pasillo, apenas un metro por delante de mí estaba la última puerta. En ese momento esperaba encontrar allí a mi madre, con su camisón blanco y sus rulos en el pelo, un libro entre las manos y un vaso de agua en la mesita de noche justo al lado de la caja de música que ahora parecía haber enmudecido. Pero la luz siguió apagada hasta que me atreví a pulsar el interruptor.
La bombilla dudó y se quejó con un parpadeo hasta que se estabilizó e iluminó los rincones que hasta ese momento habían dormido en la más absoluta oscuridad. El libro y el camisón estaban justo donde los había imaginado, igual que el vaso de agua que reposaba indolente sobre la mesita. Pero no había rastro de mi madre.
Me llevé las manos a la cabeza y las refregué sobre el escaso pelo. Quizás había esperado encontrar a mi madre allí, sentada en su descalzadora, esperando el final de los días momificada como Norma Bates. Quizás había llegado el momento de olvidarme de todo aquello y regresar a la cama. Quizás debía dejar de beber. O de ver películas de Hitchcock.
Respiré intentando devolver la normalidad a mi corazón y salí de la habitación. Avancé dubitativo hasta la escalera. Aún no había asentado el pie sobre el primer escalón cuando la caja de música volvió a sonar. En décimas de segundo me planteé volver. Durante el mismo tiempo, me planteé correr escaleras abajo, pero mis pies se habían quedado pegados. La música siguió, monótona y repetitiva, cada vez a mayor volumen.
Como activado por un resorte, el pie que se encontraba más arriba logró alcanzar el segundo escalón. Un suspiro de alivio se escapó de mi boca. No logré alcanzar el tercero, una mano agarró con fuerza mi hombro y me empujó hacía atrás. Todo se tiñó de negro y la música dejó de sonar.
La luz del sol me taladró los ojos sin misericordia. Me costó darme cuenta de que estaba en mi cama. La boca pastosa y el dolor de cabeza me recordaron que aquella había sido otra noche de borrachera y soledad, aunque aquella además me había devuelto una pesadilla recurrente de mi niñez, la de mi madre muerta queriendo llevarme con ella. Me incorporé con trabajo, el cuerpo no quería responder a mis movimientos. Tardé, pero conseguí volverme hacia la mesita de noche donde siempre dejaba una tableta de analgésicos. Por si acaso.
Alargué el brazo por inercia, buscando a tientas. Fue el contacto con un objeto metálico el que mandó la señal de alerta desde las yemas de mis dedos al resto del cuerpo que respondió al estímulo crispándose como un gato asustado. Los párpados despertaron y dejaron que los ojos hicieran su trabajo devolviendo a mi retina la imagen del cuchillo de mis pesadillas. Un reguero de pastosas gotas de sangre sobre la mesita de noche resbalaban hasta el suelo y desembocaban en un gran charco.
En ese momento me di cuenta de que estaba perdiendo las fuerzas. Dirigí la vista, nublada y pesada sobre las manos que reposaban en la cama sujetando el viejo joyero de mi madre mientras la bailarina giraba aunque no salía ningún sonido. Dos largos cortes cruzaban en diagonal mis muñecas. La sangre había teñido el colchón desnudo de rojo. Un susurro invisible se coló en mis oídos.
—Por fin a mi lado, hijo mío.
Dejé que se cerraran mis ojos y la canción de cuna volvió a sonar.
Eso es lo que se llama auténtico amor de madre, que es bien sabido que solo hay uno. Y si encima abusamos del alcohol, de semejante mezcla no puede salir nada bueno, salvo este estupendo relato.
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Muchas gracias!!
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