Desde que abriste los ojos aquella mañana supiste que algo iba mal, te conozco tan bien como tú a mí. Aun con los ojos perezosos por el sueño, me viste sentada al borde de la cama, quieta, demasiado quieta. Rozaste mis hombros y me notaste fría, marmórea. Con la voz aún pesada y seca de toda la noche sin hidratar la garganta me preguntastes si me pasaba algo y yo, como venía siendo habitual, respondí que nada.
Sin ánimos para insistir, sacaste los pies de las sábanas y los colaste en las zapatillas que te esperaban alineadas en perpendicular con el colchón. Fuiste directo a la ducha y de allí a darle los buenos días a tu cafetera, aquella máquina que te regalaba un líquido oscuro y caliente justo como en la mejor de las cafeterías, la única cosa que te daba alegrías en los últimos tiempos, decías.
Volviste a la habitación a vestirte y yo seguía en la misma posición. Me informaste de que ya tenía el café preparado y mientras te colocabas la ropa, escuchaste mis pasos arrastrándose por el pasillo. Pesados, cansados. Cerraste los ojos y sacudiste la cabeza. Imagino que estabas seguro de que algún día pasaría algo y no podrías hacer nada.
Antes de salir a la calle dejaste un beso en mi frente, más fraternal que amante y me recordaste que podía llamarte en cualquier momento, que tu teléfono siempre estaba operativo. Te sonreí con una mueca grotesca y asentí. Ambos sabíamos que no lo haría, pero aún así, imagino que nos engañábamos; tú creyendo que por fin te pediría ayuda; yo pensando que sería capaz de gritar socorro.
Supongo que llegaste a la oficina preocupado y enfadado con el mundo. Sé que jamás entendiste como una mujer como yo había caído en aquel pozo. Una mujer fuerte, inteligente, divertida, una mujer trabajadora, guapa,… ¿Feliz? Quizás nunca fui feliz. Cuando el pensamiento llegaba a este punto, supongo que no podías evitar sentirte culpable.
Te imagino intentando apartar las preocupaciones para centrarte en el trabajo. No sería fácil, una y otra vez te dirías que era el día, que algo iba a pasar. Quizás repasaste mis redes sociales desesperado, casi como un marido celoso que busca la señal de la infidelidad. Pero allí no había nada, a mí se me habían olvidado las palabras, habladas y escritas.
Seguro que pensaste en llamarme varias veces, pero creerías que me molestaría. No podías tratarme como a una niña, pero lo cierto es que no sabías cómo tratarme. Luego supe que cogiste el teléfono, acababas de ver claro a quién tenías que llamar. Al otro lado de la línea, el marido de tu hermana te escucharía en silencio, interrumpiéndote solo para hacerte alguna pregunta concreta. Diez minutos le bastarían para darte un posible nombre a lo que tenía, depresión.
No podía hacer mucho por teléfono y tampoco tratarme por su vínculo familiar, pero podía ponerte en contacto con algún colega. Te recomendó que volvieras a casa y hablaras conmigo, tenías que hacerme ver que necesitaba ayuda y que estabas a mi lado. Tu jefe me contó que apagaste el ordenador y le pediste la tarde libre, un imprevisto en casa le dijiste.
Estabas tan centrado en cómo ibas a decírmelo que no me viste asomada en la azotea. Fueron las voces de algunas personas que pasaban por la calle las que te hicieron levantar la vista. Corriste hacia la puerta que, como siempre, estaba abierta. Supongo que dudaste unos instantes si llamar al ascensor o correr hacia arriba, pero necesitabas llegar hasta mí con fuerzas y con una carrera de siete pisos no lo lograrías.
Te imagino pensando que aquel que el trayecto se eternizaba. Intentarías librarte del nerviosismo dando golpes en el suelo con el pie como siempre hacías. Rezarías todo lo que sabes para no llegar a la azotea demasiado tarde y te lanzaste hacia el exterior en cuanto la puerta metálica se abrió.
El sol dibujaba mi sombra sobre el suelo rojo. El viento me movía la falda y el pelo. En ese momento me sentía en paz. No quisiste llamarme, quizás temiste que me asustara. Te acercaste dejando que solo tus pasos me hablaran de tu presencia. Volví la cara, te miré a los ojos, sonreí como hacía tiempo que no hacía y te dije adiós con la mano.
No lo pensaste. Corriste y me agarraste por la cintura. Conseguiste dejarme en el suelo y diste un paso atrás para mirarme. No viste el husillo y tu pie se coló dentro perdiendo el control de tu cuerpo y caíste golpeándote la cabeza contra la tubería que cruzaba a lo largo de toda la pared.
Quizás nunca despierte. Esa fue la frase que el médico me dijo cuando salió del quirófano. Tuve que sentarme. La que tenía que haber estado en esa camilla o en un ataúd era yo, no tú. Me sentí más culpable y miserable que nunca. Tu hermana y su marido llegaron para acompañarme. Solo en ese momento fui capaz de pedir ayuda.
Sigues sin despertar, aunque yo no pierdo la esperanza. Sé que los finales felices solo ocurren en los cuentos de hadas, pero no puedo creer que tu valentía y esfuerzo por salvarme te haya condenado a la muerte.
¡Hola! ¿Está narrado en segunda persona? Yo diría más bien en primera, pero quizá no lo entendido bien, ¿me lo explicas? Gracias. Un saludo 🙂
Me gustaMe gusta
¡Hola, Merche! Fíjate en el uso de los tiempos verbales, la mayoría son en segunda porque ella le narra a él aunque la historia sea de ambos.
Me gustaMe gusta
Hola Beatriz, gracias por contestar, sigo viéndolo narrado en primera persona, por el uso de «yo», «llamarme», etc. No lo veo como narración en segunda persona… No sé…
El texto es muy bonito por cierto que no te lo había dicho…
Un saludo
Me gustaMe gusta