Desde que abrió los ojos aquella mañana supo que algo iba mal. Aun con los ojos perezosos por el sueño, la vio sentada al borde de la cama, quieta, demasiado quieta. Rozó sus hombros y la notó fría, marmórea. Con la voz aún pesada y seca de toda la noche sin hidratar la garganta le preguntó si le pasaba algo y ella, como venía siendo habitual en los últimos meses, respondió que nada.
Sin ánimos para insistir, sacó los pies de las sábanas y los coló en las zapatillas que le esperaban alineadas en perpendicular con el colchón. Se fue directo a la ducha y de allí a darle los buenos días a su cafetera, aquella máquina que le regalaba un líquido oscuro y caliente justo como en la mejor de las cafeterías, la única cosa que le daba alegrías.
Volvió a la habitación a vestirse y ella seguía en la misma posición. Le informó que ya tenía el café preparado y mientras se colocaba la ropa, escuchó los pasos de ella arrastrándose por el pasillo. Pesados, cansados. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Estaba seguro de que algún día pasaría algo y no podría hacer nada.
Antes de salir a la calle le dejó un beso en la frente, más fraternal que amante y le recordó que podía llamarlo en cualquier momento, que su teléfono siempre estaba operativo. Ella sonrió con una mueca grotesca y asintió. Sabía que no lo haría, pero aún así se engañaba creyendo que ella por fin le pediría ayuda, que sería capaz de gritarle socorro.
Llegó a la oficina preocupado y enfadado con el mundo. Jamás entendería como una mujer como ella había caído en aquel pozo. Una mujer fuerte, inteligente, divertida, una mujer trabajadora, guapa,… ¿Feliz? Quizás nunca fue feliz. Cuando su pensamiento llegaba a este punto, no podía evitar sentirse culpable.
Intentó apartar las preocupaciones para centrarse en el trabajo. No era fácil, una y otra vez se decía que era el día, que algo iba a pasar. Repasó sus redes sociales desesperado, casi como un marido celoso que busca la señal de la infidelidad. Pero allí no había nada, a ella se le habían olvidado las palabras, habladas y escritas.
Quiso llamarla varias veces, pero creyó que le molestaría. No podía tratarla como a una niña, pero se dio cuenta de que no sabía cómo tratarla. Cogió el teléfono, acababa de ver claro a quién tenía que llamar. Al otro lado de la línea, el marido de su hermana lo escuchó en silencio, interrumpiendo solo para hacer alguna pregunta. Diez minutos le bastaron para ponerle nombre a lo que tenía ella, depresión.
No podía hacer mucho por teléfono y tampoco tratarla por su vínculo familiar, pero podía ponerlo en contacto con algún colega. Lo mejor sería que volviera a casa y hablara con ella, tenía que hacerle ver que necesitaba ayuda y que él estaba a su lado. Apagó el ordenador y pidió la tarde libre. Un imprevisto le dijo a su jefe.
Estaba tan centrado en cómo iba a decírselo que no la vio asomada en la azotea. Fueron las voces de algunas personas que pasaban por la calle las que hicieron que levantara la vista. Corrió hacia la puerta que, como siempre, estaba abierta. Dudó unos instantes si llamar al ascensor o correr hacia arriba, pero necesitaba llegar hasta ella con fuerzas y con una carrera de siete pisos no lo lograría.
Le pareció que el trayecto se eternizaba. Intentaba librarse del nerviosismo dando golpes en el suelo con el pie. Rezó todo lo que supo para no llegar a la azotea demasiado tarde y se lanzó hacia el exterior en cuanto la puerta metálica se abrió.
El sol dibujaba su sombra sobre el suelo rojo. El viento movía su falda y su pelo. En ese momento parecía en paz. No quiso llamarla, quizás la asustara. Se acercó dejando que solo sus pasos hablaran de su presencia. Ella volvió la cara, lo miró a los ojos, sonrió como hacía tiempo que no hacía y movió la mano en un gesto de despedida.
No lo pensó. Corrió y la agarró por la cintura. Consiguió dejarla en el suelo y dio un paso atrás para mirarla. No vio el husillo y metió dentro el pie perdiendo el control de su cuerpo que cayó golpeándose la cabeza contra la tubería que cruzaba a lo largo de toda la pared.
Quizás nunca despierte. Esa fue la frase que el médico le dijo a ella cuando salió de quirófano. Tuvo que sentarse. La que tenía que haber estado en esa camilla o en un ataúd era ella, no él repitió mil veces a voz en grito. La hermana de él y su marido llegaron para acompañarle. Solo en ese momento fue capaz de pedir ayuda.
Él despertó. Ella se salvó. Yo crecí junto a mis padres y me prometí que contaría su historia.
Menos mal; el abismo tendrá que esperar…
Me gustaMe gusta